viernes, 30 de junio de 2023

28 de setiembre (cuento)

 

28 de setiembre

Este cuento forma parte de una colección titulada "Historias entre líneas". Cada uno se inspiró en alguna noticia que se publicó entre 1905 y 1914 en los periódicos locales de Puntarenas, Costa Rica. Es un juego que le propongo a quien los lea, para que trate de discernir lo real de lo que no lo es, lo que dicen que sucedió y lo que pudo haber sucedido... o no.

Las primeras luces del día se filtraron por las rendijas que dejaban las tablas del rancho que ocupaba Crisanto en la Chacarita. Cuando él lo construyó hacía 30 años, no era más que una sucesión de tierras baldías plagadas de garrobos y pantanos salobres. En su pequeña parcela, que poseía sin papeles ni títulos más que el saberse dueño de un pedazo de tierra, lograba sembrar algunas pocas verduras que complementaba con pescados del estero y algún que otro garrobo, ese animal de aspecto horrible, pero carne blanca y sabrosa. Un cerdo que compraba cada enero para engordarlo, lo mejor que sus escasos recursos permitían, era el festín de diciembre.

Se cumplía un nuevo 28 de setiembre. Cada año, desde 1861, realizaba siempre el mismo ritual. Los primeros años con mucho sigilo para evitar las miradas indiscretas y la delación. Desde hacía unos 25 años, ya con menos temor, pero siempre como un acto absolutamente personal; sin comentarlo a nadie, si compartirlo con nadie, sin invitar a nadie. Cuando el muriera, moriría el ritual… y eso lo atormentaba.

Sopló las brasas del fogón y una vez alimentado con la leña que de manera generosa el mar depositaba en la playa, comenzó a calentar el agua para chorrear café. Cortó un pedazo de carne de cerdo que colgaba sobre el fogón y que después de nueve meses de recibir humo, era más un cuero que carne. Una parte la colocó en agua para suavizarla y otra la envolvió en una hoja de plátano que, junto con unas galletas que le regalaran en un barco sueco que ayudó a descargar, serían su comida de la jornada que, religiosamente, cumplía en estas fechas.

Tomado el café, comido a duras penas la carne por la escasez de muelas buscó en un viejísimo baúl apolillado una camisa de lana azul, pantalones del mismo color y un viejo sombrero de pita. Rebuscando en el fondo, encontró la pieza ritual que completaba su atuendo de sacerdote del recuerdo. Con sumo cuidado la colocó en una de las bolsas del pantalón.

La marea estaba baja, por lo que debería esperar un rato. Al cabo de tres horas, sentado en las raíces de un mangle, vio como el bote se iba despertando de su abrazo con el fondo lodoso del estero. Ya totalmente despierto, bailoteaba al ritmo de tamborito que marcaban las olas de una marea cada vez más alta.

Venciendo el dolor de sus rodillas, desgastadas de trasegar sacos desde los barcos hasta la playa, subió al bote, tomó su canalete y empezó a bogar hacia el oeste, en dirección a donde cada 28 de setiembre iba a realizar su ritual. Cada vez más el estero iba cubriendo su pellejo lodoso con el traje sedoso del mar. Las garzas se colocaban sobre los mangles de la orilla, semejando mil lazos blancos que adornaban la cabellera de cada árbol de raíces zancudas y enmarañadas. Y al fin lo vio, el lugar exacto.

Viró el bote hacia la orilla del estero. Su proa se hundió en el barro, entre dos mangles que lloraban sal por sus hojas. Bajó lentamente y conociendo perfectamente el lugar al que iba, se paró viendo hacia el oeste, hacia donde se pondría en unas horas el sol. Se sentó pesadamente y recordó. Recordó con sus pensamientos y recordó con su cuerpo.

Cada 28 de setiembre en ese mismo lugar sentía una especie de corriente eléctrica que le recorría desde el hombro derecho hasta el codo del brazo del mismo flanco corporal. Cerrando los ojos, podía reconstruir cada centímetro de aquella herradura, construida hacía poco más de 50 años, con la dirección de aquel venezolano Delgado. Recordaba como él, con 16 años, sin decirle nada a su padre nicaragüense y su madre chiricana, se contagió del entusiasmo de la población de Puntarenas y sin dudarlo tomó un rifle para unirse a la causa que apoyaba prácticamente toda la población de esa lengua de tierra que tanto le debía a don Juan y don José María. El mismo, con escasos 10 años salvó su vida en el hospital que construyeran frente a la playa. Su papá, sin que importara donde nació, marchó hacia su tierra natal bajo las banderas costarricenses y regresó al cabo de 3 meses débil por el cólera que sobrevivió, pero orgulloso de su deber cumplido.

Cada 28 de setiembre recordaba como en la noche se desató un infierno en ese lugar. Como fueron traicionados don Juan y don José María, como saltaban los parapetos decenas de hombres vestidos como él hoy, con la sed asesina del soldado enfrascado en el combate cuerpo a cuerpo. Recordaba, y ahora era su hombro, como una brasa ardiente lo atravesó y de inmediato inmovilizó su brazo, como cayó al suelo, los ojos con una mirada de satisfacción depredadora del soldado gobiernista que le apuntaba para rematarlo; recordaba como esa mirada se transmutó en sorpresa al ser apuñalado por la espalda por Jorica, su amigo de toda la vida. Recordaba como desnudó a ese soldado y se vistió con sus ropas para lograr escapar con vida y evitar el destino de muchos otros. Ese 28 de setiembre no hubo ni clemencia ni cuartel.

Lentamente Crisanto metió su mano en la bolsa del pantalón y sacó una vieja escarapela roja, desteñida por el paso del tiempo. Era la que tenía ese soldado en su sombrero y él arrancó para conservarla como trofeo de guerra. “Viva Montealegre” decía. Lentamente la acercó a su boca y la escupió. Volviéndose hacia el oeste, donde sabía estaba el jobo agujereado en que murió don Juan, gritó con todas sus fuerzas: ¡Viva el presidente Mora!

© Juan Reverter. Se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización explícita del autor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo que me dijo Santa María del Pi

 Lo que me dijo Santa María del Pi Barcelona es una mujer imposible de evadir. Una vez que la conoces deseas estar con ella todo el tiempo...