miércoles, 19 de julio de 2023

La historia de Jonás. Una perspectiva existencial (Reflexión)

 A partir de una situación existencial que duró sus buenos cinco años, un día me acordé de Jonás, el libro bíblico. No soy creyente pero lo leí más por la curiosidad que otra cosa y descubrí que algunas de las peripecias de este profeta hebreo renegado podían leerse de otra forma según lo que yo vivía. Hoy por fin terminé de plasmar esas reflexiones y se las comparto. Les agradeceré si alguien tiene algún comentario que dejar. También les invito a que lo compartan con sus conocidos.

La historia de Jonás. Una perspectiva existencial.

El libro de Jonás es un corto relato, incluido tanto en la Biblia cristiana como en Tanaj hebreo, que se centra en un personaje, un profeta menor, y un aspecto muy puntual de su vida. Para quienes no conocen la historia con detalle, trataré de resumirla brevemente.

Jonás recibe un día el mandato de Dios de dirigirse a la ciudad de Nínive, donde parece el comportamiento de sus habitantes no agradaba del todo a este. Jonás, sin embargo, toma la decisión de no hacerlo y por el contrario, trata de llegar hasta Tarsis. Una decisión poco sensata si pensamos que, en principio, Dios es omnipresente y omnisapiente, lo cual hacía complicado que Jonás pudiera esconderse de su presencia.

Embarcó en una nave que prontamente se vio en medio de una tempestad tal que amenazaba con hundirla. La tripulación, desesperada, echaba al mar todo aquello que fuera un lastre innecesario. Parece ser que al final se dieron cuenta de quien era Jonás y porqué se había embarcado. En un razonamiento un tanto pragmático, concluyeron que esa tempestad era un castigo del dios de Jonás en contra de este y, como ellos no tenían vela en el entierro, arrojaron a Jonás por la borda, confiando que al facilitar el castigo divino, ellos serían perdonados.

En cuanto Jonás tocó el agua el milagro. La tempestad cesó, pero no las tribulaciones del pobre profeta renegado. Según el relato bíblico, Dios tenía preparada una pequeña sorpresa. Un pez enorme lo tragó, pasando en su vientre tres días y tres noches.

Jonás estando dentro del pez parece que se la jugó el todo por el todo. Al fin y al cabo, tenía mucho que ganar y poco que perder, por lo que contrito y devoto, elevó una plegaria a Dios, en la que además asumía el compromiso de terminar la tarea encomendada. El pez lo vomitó, no había otra manera de salir por la boca del pez, en tierra. 

Hasta aquí, los dos primeros capítulos, son los que para esta reflexión me fueron significativos. En el catecismo recuerdo que la monja que nos aleccionaba, siempre nos presentaba la historia de Jonás como una profecía de la resurrección de Jesucristo. “y resucitó al tercer día según las escrituras” repetíamos cada día al recitar el credo. ¿Cuáles escrituras? El libro de Jonás era una de ellas, según nuestra devota institutriz de catecismo.

A la vuelta de los años creo, sin embargo, que hay otros paralelismos que se pueden hacer de la historia de Jonás y los avatares existenciales de los seres humanos. Al menos a mí, que he pasado por una muy fuerte crisis de este tipo, no me fue ajena y me ayudó a pensar en mi condición. 

Existe un mandato que todos en algún momento hemos oído. Un mandato en contra de lo que podríamos poner en paralelo con esa Nínive impía y disoluta. En el caso de los seres humanos muchas veces nuestra moral y estructura ética entra en crisis y nos hace cometer acciones que no necesariamente nos causan satisfacción plena. Aún conscientes de que actuamos en contra de nuestra moral, nos cuesta evitarlas o cesarlas. ¿Porqué? No sé exactamente, pero ello nos produce muchas veces que haya un “llamado de Jehová”, como el que recibió Jonás, para predicar contra esa desviación. No pocas veces la evadimos, tratando de embarcarnos hacia nuestro Tarsis interior en vez de dirigirnos hacia nuestro Nínive interior.

Es en esa decisión que, también como Jonás, nos enfrentamos a tormentas, vientos huracanados y la amenaza de naufragio. Nuestras vidas, nuestra propia condición existencial, se ve amenazada. Las opciones que se presentan no son muchas veces sencillas; podemos tratar de arrojar lastre y quedarnos en la nave hasta que se hunda o nos arrojamos a las olas furiosas para tratar de sortear la tormenta de alguna manera. 

Si nos arrojamos a las olas, o sea, si afrontamos directamente la causa de ese peligro de naufragio, es usual que seamos engullidos por “un pez enorme” simbólicamente hablando. Ese pez, en que permanecemos muchas veces por semanas, meses e incluso años, es donde estamos acompañados fundamentalmente por nosotros mismos. Momentos de introspección, de evaluación, de reflexión. Momentos en que aislados de lo que nos afecta terminamos levantando ya no una oración o una plegaria, más bien una síntesis para nosotros mismos de las enseñanzas que nos ha dejado el haber capeado la tempestad.

Es cuando podemos salir del vientre de ese pez llamado introspección. Es cuando volvemos a sentir el calor del sol sobre el rostro, vemos el azul del cielo, vemos un camino, no necesariamente plano ni recto, pero camino al fin y al cabo que nos puede llevar a enfrentar nuestro Nínive interno. No pocas ocasiones logramos, como Jonás, convencer a nuestros propios ninivitas de cambiar las formas de actuar. Más que convertirnos, reconvertirnos para lograr la supervivencia en vez de la destrucción.

Así, desde mi propia experiencia que no detallo por no venir al caso, es como esa lectura de la historia de Jonás, más desde lo existencia que desde lo religioso, me ayudó a comprender mi propio proceso en el vientre del gran pez.

© Juan Reverter Murillo. Prohibida su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización del autor.


lunes, 17 de julio de 2023

El último lanzamiento (cuento)

 El beisbol se practica en Puntarenas desde inicios del siglo XX. En 1910, en el marco de las fiestas cívicas de la ciudad, el Club Sport La Libertad se enfrentó al Club Sport Puntarenas. Salvo ese juego y los nombres que son contemporáneos al juego, el resto es una suerte de fantasía de como podría haber sido el juego.

El último lanzamiento

Enero llegó y con él las esperadísimas fiestas cívicas de la ciudad. Por tres días sus habitantes tenían la excusa perfecta para olvidarse de sus obligaciones laborales y no pocos de las maritales. Los tamboritos convocaban a bailarines y curiosos que se dejaban hipnotizar por la cadencia de la marimba, la guitarra y la tambora.

Pero no todo era, al decir de la legión de beatas porteñas, disipación moral. También se realizarían actividades de carácter deportivo y sociales. A las corridas de toros, tamboritos, puestos de venta de licor y comidas se sumaban ahora regatas, bailes de etiqueta y un juego que había llegado de la mano de los marineros estadounidenses hacía pocos años, el beisbol.

Un grupo de entusiastas jóvenes de la ciudad hicieron una colecta para mandar a traer de Nueva Orleans el equipamiento necesario para poder practicarlo. En el City of Pará, un vapor que regularmente hacía escala en Puntarenas llegaron bates, guantes y bolas. Lo necesario para entregarse entusiastamente a ese novedad deportiva.

Ese sábado estaba marcado como el día de mayor importancia para los beisbolistas locales. La noche anterior, en un tren expreso llegaron los integrantes del Club Sport La Libertad desde la capital, acompañados por un buen número de acompañantes que no desaprovecharían la oportunidad de poder disfrutar de ciertos placeres que en la capital les eran censurados. 

Para los neófitos beisbolistas de Puntarenas jugar contra el Club Sport La Libertad, fundada casi diez años atrás, se veía como una epopeya. Sería el parámetro ideal con el cual medirse y saber. qué tanto habían perfeccionado sus habilidades de juego.

A las dos de la tarde ya todo estaba dispuesto en la Plaza Mora y Cañas. Bajo los árboles de cañafístula sembrados en su perímetro, se acomodaron varios cientos de personas convocados más por la curiosidad. No debía dejarse de lado que sería el momento adecuado para ejercitar el arte del choteo, una institución de la ciudad. 

En la esquina más sombreada de la plaza se dispusieron varias sillas, con sus respectivos cojines para las autoridades locales. El presidente municipal, el capitán de puerto, el médico del pueblo y los oficiales del cuartel conforme iban llegando ocupaban su sitial. Todos ellos con el obligatorio uniforme de gala o la levita negra según fueran militares o civiles. Todos, sin excepción, sudando como las mulas que arrastraban los carretones en el muellecito del estero. Las miradas de envidia hacia quienes por no tener que cumplir con el mandatorio protocolo, estaban felices en mangas de camisa, sombreros de pita y caites en los pies.

Casi una hora después de la tortura solar a la crema y nata de la ciudad, hizo su aparición el señor comandante de plaza, el coronel Víctor Arias y en su brazo derecho su esposa, escoltados por Héctor Guevara.

Guevara no podía ocultar una sonrisa de satisfacción. Hacía unas dos semanas, sentado en el segundo piso del edificio que ocupaba su flamante periódico, no podía apartar la vista de las cuentas que tenía ante sí. Era evidente que, con las suscripciones, los números sueltos que vendía y la poca publicidad que captaba, no podría sostenerse por más tiempo.

La municipalidad había suspendido el pago que se le hacía por publicar las actas de las sesiones del cabildo. De nada valieron razones, argumentos, lamentos y un par de botellas de whisky que llegaron al escritorio del presidente municipal. Simplemente no lograba que se restableciera ese contrato.

Su última opción, lo sabía, era el coronel Arias. Si bien no podía decidir directamente en el municipio, también era cierto que el ser amigo directo del ministro de Guerra, del presidente de la República y, sobre todo, cuñado del Gobernador de la Provincia, le hacían un aliado inmejorable. Pero ¿cómo convencerlo?

Pensando en la forma vio pasar a Manuel Apuy vestido con su camisa rojo chillón y un bate de beisbol al hombro. No necesitaba preguntarle a donde iba. Era lógico que se encaminaba a la práctica del equipo de beisbol, ostentosamente bautizado Club Sport Puntarenas. “Primer juego con un equipo de fuera de la ciudad”, pensó. Un fogonazo cruzó su mente. Había encontrado la respuesta. ¿Qué militar no le agrada lucir su uniforme de gala? ¡Ninguno! Por consiguiente, esa señalada ocasión en la historia deportiva de Puntarenas debería ser dedicada al coronel Víctor Arias, comandante de plaza de Puntarenas. Precipitadamente bajó de la oficina y tras una marcha forzada de doscientos metros alcanzó a Manuel. Quince minutos de plática y diez colones después deslizados en el bolsillo del capitán coronaban lograban el objetivo.

El coronel tomó asiento junto a su esposa. La banda militar, se preparó para arrancar con su repertorio para amenizar el partido. Su director, el comandante José María Ríos, levantó la batuta para dar la orden de inicio. Pero antes de que la moviera, una señal del coronel la detuvo a mitad de camino, apuntando directamente a la nariz del tambor mayor que daba gracias a Dios que no era una espada. 

Un soldado se acercó a susurrarle algo al oído a Ríos. Este a su vez se lo comunicó al tambor mayor y aquel, con mucho menos tacto que su director, gritó al resto de los músicos 

– Paren muchachos. El coronel dice que todavía no toquemos.

En realidad era su esposa la que le ordenó a Arias detener el inicio del concierto. Era su pequeña venganza personal por no haber sido considerada al momento de escoger el repertorio. Cientos de pares de ojos estaban atentos a los acontecimientos en la esquina de las sillas, esperando la reacción del coronel, aunque bien se sabía terminaba siempre rindiendo plaza a su esposa, más conocida como la coronela.

El ingreso del equipo visitante al campo de juego hizo que el foco de atención cambiara. Los josefinos, vestidos de camiseta negra y pantalón gris, saltaban al terreno. Detrás de ellos, con camisa rojo chillón y pantalón gris, lo hacían los jugadores locales. No fueron recibidos con aplausos, más bien fueron risas y gritos que surgían de las cañafístulas. En una ciudad más pequeña que pañuelo de dama, donde todos se conocían desde la cuna, y no pocas veces hasta con detalles de su concepción, verles vestidos con unas camisas tan poco discretas no podía obviarse. 

– Parecen buches de tijeretas en celo. Iniciaba el concurso de choteos que fue celebrado con algarabía.

Ahí estaban los nueve puntarenenses que harían historia deportiva: Rosendo Angulo, José María Cabrales, Pánfilo Tenorio, José Salazar, Ernesto Bosque, Pablo Martínez, Emilio Sabater y Manuel Apuy. Pánfilo tendría la responsabilidad de ser el lanzador y tratar de que los “libertos” no ganara o al menos no los machacaran.

La coronela, levantó su sombrilla para llamar al soldado que asistía a ella y su esposo en lo que fuera menester. Le susurró algo al oído y sin dilaciones se acercó al director de la banda con paso cansino. Le transmitió el mensaje a Ríos. 

– Mi comandante, manda a decir la coronela que toquen “Los amores de Abraham”. 

– Me la imaginé – respondió Ríos sabiendo que sus músicos también lo esperaban. – Esa señora está obsesionada con ese vals. Tambor mayor, ya sabe que vamos a tocar, dé la orden.

El tambor mayor, al tanto de la conversación, nuevamente dio muestras de su poco tacto giró la orden antes que lo hiciera el director. 

– Muchachos, vamos con ya saben qué.

Arrancaron con el vals. Los pelícanos que se estaban acomodados en las copas de las cañafístulas levantaron vuelo asustados. La mayoría tomaron rumbo hacia la Punta buscando más tranquilidad para su siesta vespertina. Excepto uno, el más viejo de la bandada. Cascarrabias como buen viejo solterón, decidió expresar su malestar volando bajo sobre el campo de juego. Una andanada de su contenido estomacal fue lanzada contra la coronela, pero parece que además de cascarrabias era miope ya que su protesta fecal terminó chorreando por la camiseta del receptor josefino, dejando dos rayas blancas en su espalda. Dice la leyenda urbana que fue considerado un signo de buen augurio y desde entonces cambiaron su uniforme por uno de rayas negras y blancas.

Empezó el partido. La banda debió repetir por dos veces más el bendito vals. El público, que esperaba algo más de emociones, pronto comenzó a dormitar por la combinación de calor, la monotonía del vals y lo lento del deporte que muchos por primera vez veían.

Algunos se mantenían esperando sucediera algo más que ver a un tipo tratando de arrearle con un palo a una bola que lanzaban contra él. Los más, después de media hora, decidieron que era más emocionante acercarse a las taquillas de los chinos y las parrandas que ya debían estar por empezar para disfrutar de un pescado asado, un buen trago de guaro y unos cuantos tamboritos.

Todo seguía ese ritmo lento y perezoso. Hasta que, desde la calle se comenzaron a escuchar los gritos inconfundibles del yanqui loco. Su verdadero nombre era un misterio para la gran mayoría de los habitantes de Puntarenas. Para el grueso de la gente era conocido como Damit Focyu. Un hombrón de casi dos metros de altura y sus buenos cien kilos trabajaba como ingeniero en las minas de Abangares y cada fin de semana se instalaba en Puntarenas a embriagarse, buscar prostitutas y gritar a quien le dirigiera la palabra, o a quien no lo hiciera también, los dos improperios que dieron origen a su apodo-nombre. Estaba borracho, lo cual no era extraño. A cada lanzamiento de Pánfilo, que no eran precisamente los mejores, gritaba sus consabidos

– Fuck you, damn it.

Pánfilo se ponía cada vez más nervioso. Ya estaban terminando el partido y el equipo de La Libertad les ganaba por dos carreras a cero. Se acercaban al cierre y sólo quedaba un out pendiente para terminar el partido y sufrir una derrota honrosa.

Cuando el jugador liberto se preparaba para ir a la zona de bateo, Damit se abalanzó sobre él y le arrebató el bate. Caminando como un pato cansado decidió que les iba a enseñar a esos bárbaros indios como se jugaba en su civilizadísima Boston. Tres policías desenfundaron sus bastones y se preparaban para dedicarle al yanqui un concierto de percusión en sus cien kilos, pero el coronel lo impidió. 

– Tranquilos señores, recuerden que el salario de sus colegas de Abangares lo pagan ellos. ¿No quieren que pasen hambres verdad?

Damit se instaló esperando el lanzamiento de Pánfilo. El lanzador local le miraba inmenso, mucho más grande que sus casi dos metros. No quedaba más que terminar con aquello. Se preparó, lo miró y notó que sus ojos trubios por el alcohol e inyectados de sangre le miraban de manera feroz. Los suyos no podía dejar de mirar fijamente esa mirada clavada en su morena cara.

Pánfilo respiró hondo, tomó impulso y lanzó. Lanzó con todas sus fuerzas… y con su habitual falta de dirección. La bola viajó en línea recta hacia donde Pánfilo había mantenido su mirada. Hacia los ojos rojos, turbios y fieros de Damit.

Tres segundos después Damit se desplomaba hacia atrás, inconsciente por el golpe de una bola de beisbol que impactó en medio de sus etílicos ojos. No estaba muerto, porque la fuerza de los lanzamientos de Pánfilo no era precisamente letal. Pero sí lo suficiente para dejarlo inconsciente. El partido de beisbol se trocó en una recreación de David contra Goliat.

El escaso público que permanecía observando estalló en aplausos y gritos. El pelícano cascarrabias que regresaba esperando ya se hubiera restablecido la calma no desaprovechó la oportunidad de mejorar su puntería contra la coronela. Nuevamente falló haciendo diana en la cara de Damit. El capitán del equipo visitante, acompañado de su equipo y los mismos compañeros de Pánfilo se aglomeraron en torno a él y le levantaron en hombros, ovacionándolo. Ríos se sacó el clavo de los “Amores de Abraham” y ordenó iniciaran su repertorio de música ligera. La voz se corrió rápidamente en la Calle del Comercio. Había baile en la Plaza Mora y Cañas. Los chinos, enterados de la causa de la fiesta, en vez de enojarse, se unieron al jolgorio.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe la reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización del autor.


jueves, 13 de julio de 2023

Día de Difuntos (cuento corto)

 Este cuento lo escribí inspirado en la crónica aparecida en un periódico local de Puntarenas, de 1899, en que se describía la solemne misa realizada el 2 de noviembre de ese año con motivo de la celebración católica del Día de los Santos Difuntos.

Día de difuntos

La campana de la vieja iglesia de madera anunciaba con su voz metálica que pronto iniciaría la misa. De forma monótona y lenta, el badajo golpeaba arrancando poquitos de herrumbre cada vez. 

Quienes escuchaban esa ferrosa convocatoria apuraban el paso para no llegar tarde a la ceremonia que iniciaría a las seis de la mañana, sobre todo porque era una de las misas más solemnes de esta ciudad. Era lunes, pero no uno cualquiera. Era lunes 2 de noviembre, Día de Difuntos.

Se apuraron los tragos de café, sin pan ni tortillas. Se terminaron de vestir hombres, mujeres y niños con las prendas negras que mandaba la ocasión, rescatadas del fondo de baúles y arcones. En ayunas, para recibir el pan consagrado se enfilaban a la iglesia.

A las 6 en punto inició la misa de réquiem por las almas de quienes ya habían partido. Conforme avanzaba la misa, el sol de Puntarenas también se elevaba, dejando caer sobre el techo de aquella carcomida iglesia sus rayos ígneos. Una mezcla de olores comenzaba a sumir a los feligreses en un sopor que les hacía cabecear. Oloir de naftalina que emanaba de muchas prendas de vestir, la cera de las candelas que profusamente ardían frente a imágenes del Sagrado Corazón, San Rafael y la Virgen del Carmen, aromas del sudor que perlaba frentes y se escurría espalda abajo en forma de chorrillos, perfumes de hombres y mujeres, de las pocas personas que podían darse ese lujo.

Al proclamar el sacerdote que misa est, inició una marcha sombría y despaciosa hacia el muellecito del estero o la estación del ferrocarril. Una multitud de hombres, mujeres y niños vestidos de negro. Se movían como aves, de esas mismas que se visten en su plumaje del mismo color. Algunos lentamente como zopilotes planeando. Muchas de ellas gráciles como rabihorcados. Los chiquillos correteando ágiles como golondrinas. No importaba si eran gráciles o torpes, viejos o jóvenes, hombres o mujeres. Sin excepción vestían de negro e iban para Chacarita, al panteón, a visitar sus deudos porque era Día de Difuntos.

En el estero esperaba una variopinta flota de embarcaciones de todo tipo; veleros de cabotaje, lanchones de fondo plano, lanchas pesqueras y las humildes pangas de dos o tres plazas. Una a una se enrumbaban hacia el este, hacia Chacarita.

En la estación del ferrocarril esperaba un pequeño convoy formado por la vieja locomotora de vapor que bregaba cada día desde Puntarenas hasta Esparta y viceversa. Esperaba como un enorme animal asmático. Arrastraba un vagón de pasajeros, que ocuparían la alcurnia porteña y un vagón plataforma, donde a como podían subían y buscaban acomodo la plebe.

Llegando a Pueblo Nuevo, dos carretones que venían en dirección opuesta se toparon con la asmática locomotora. Excepto los carretoneros, venía repleto de chinos. La gran mayoría dedicaban sus fuerzas al comercio y aunque muchos ya estaban bautizados, y por consiguiente sus almas estaban salvadas para la eternidad, mantenían costumbres ancestrales e incrustadas en sus mismísimos genes, las que practicaban lejos de las miradas intolerantes de los que no eran hijos del Celeste Imperio. 

De reojo, algunos pares de miradas rasgadas miraron pasar el convoy ferroviario. Algunos sonrieron discretamente sabiendo que cuando llegaran quienes atiborraban aquellos vagones, encontrarían los palillos de madera, lo único que restaba de las varas de incienso que un par de horas antes ofrendaran a sus deudos. Así lo debían hacer para evitar ser tildados como paganos o practicantes de quien sabe que arte oscura.

El tren arribó al andén del cementerio veinte minutos después de partir. La primera lancha lo hizo cuarenta y cinco minutos después. Un hormiguero de gentes se movía en el cementerio tratando de ubicar la tumba de la madre, del hijo, de los abuelos, de la amante. 

Lápidas de mármol, cruces de granito, templetes de concreto eran los hitos que señalaban la bonanza alcanzada en vida. Cruces de madera carcomidas por los elementos o una simple tabla en la que se había borrado el nombre de quien descansaba bajo ella, marcaban las carencias de los menos favorecidos. En una esquina, sin mayor seña que una cruz desteñida pintada sobre el muro, descansaban los menos afortunados de los menos afortunados. Era la fosa común donde se encontraban en abrazos eternos aquellos que murieron sin nadie que les llorara o visitara el Día de Difuntos; marineros que se ahogaron al tropezar ebrios en el muelle, prostitutas comidas horriblemente por la sífilis al final de sus días, indigentes a los que la parca les encontró con los ojos hundidos por el hambre nunca saciada, niños sin padre que se asfixiaron con lombrices intestinales en sus gargantas. Para ellos no habría visitantes vestidos de negro, salvo algún viejo cliente de una de las prostitutas que ahí yacía y que, evitando las miradas indiscretas, dejaba caer una flor de reseda disimuladamente susurrando un “te amo aún” entre dientes.

Al caer los rayos del sol en un ángulo de noventa grados contra el suelo, inició el regreso. La locomotora bufaba cansada de tener que arrastrar aquellos vagones, la flota de deudos se hacía a la vela y al remo para regresar. Salieron de bolsillos y alforjas botellas de licor. Un trago a la memoria de quienes se quedaron a la espera del próximo 2 de noviembre.

© Juan Reverter Murillo. Prohibida su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


lunes, 10 de julio de 2023

Bitácora de navegación (relato erótico)

 Escrito en julio de 2020 este corto relato erótico se había mantenido inédito hasta hoy. Espero que quienes lo lean lo disfruten, lo compartan y sobre todo que me hagan sus comentarios. 

Bitácora de navegación

Mañana despertaré con el remordimiento de no haberte dejado dormir. Pero ya sabes que nunca he podido aplacar las ansias de ti. Son las que se desatan cuando te veo, cuando te pienso. 

Siente mis labios posándose como dos aves en tu nuca. Inician su baile de cortejo, una danza cadenciosa y sin prisas. Mi lengua busca el camino de salida del laberinto de tus orejas. Aparece un estertor leve en tu espalda. La recorreré con mis manos como barcos a la deriva en medio de la tormenta de mi deseo incontenible.

El arrecife de tus vértebras los ha atrapado encallándose a tu piel. Se logran liberar siguiendo su deriva buscando aguas tranquilas. La bahía de tu vientre las ofrece. Anclaré para descansar y recobrar fuerzas. Los dos montes de tus pechos se divisan. Hacia ellos inicio el ascenso. Noto su redondez y su textura suave, sedosa. Escalo a sus cimas, sin dudas de cuál es el camino. Lo puedo hacer de memoria, con los ojos cerrados. Me siguieron las aves húmedas que se percharon en tu cuello deleitándose en saborear los frutos inhiestos que se ofrecen generosos.

Vuelven los temblores. Lo siento perfectamente. Terminan las aves su banquete. Sigo explorándote. Deseo seguir explorándote. Siente ahora como crece mi deseo al rozar el capitel que sostiene las columnas de tus piernas.

Continuaré mi viaje. Llegaré a las praderas de tus muslos y tu entrepierna. Praderas cubiertas de hierba suave invitándome a juguetear en ellas retozando desenfrenadamente. Descubro una fuente que brinda a este explorador sediento el líquido para saciarse. Las aves que me acompañan, también sedientas, beben de la fuente. Todo el continente de tu cuerpo acumula la tensión de sus placas tectónicas.

Date vuelta. Frente a frente. Nos separa solamente la distancia de dos bocas, ansiosas en hacerse una. Dos lenguas inician un juego, a veces en tu patio, a veces en el mío. Crezco en ti. La tectónica se convierte en terremoto, la fuente se desborda en torrente incontenible arrasando con el pudor que aún pudiera existir entre nosotros. Hay un aroma a éxtasis en aire. Mi deseo explotará. Buscaré tus ojos para reconocer esa satisfacción mutua. 

Al igual que ayer, estás sólo en mis fantasías nocturnas y solitarias. Igual mañana te volveré a navegar. Como hoy, como ayer, con la insoportable soledad en que me dejaste.

© Juan Reverter Murillo. Prohibida su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


sábado, 8 de julio de 2023

Una pareja en la vereda (microcuento)

 Este microcuento es mi primer intento por adentrarme en esta modalidad de escritura. Espero lo disfruten, lo compartan entre sus amistades y sobre todo que me dejen sus comentarios, que serán muy valiosos para mí.

Una pareja en la vereda

Tomados de la mano, sin prisas ni apuros, sin rumbo ni destino, caminaban por la vereda que bordeaba una avenida llena de autos que se desplazaban iracundos porque sus conductores estaban medio minuto atrasados. 

Reían felices y contentos. El quebranto vencido, la distancia oceánica reducida a la de dos cuerpos que amanecen abrazados, el tiempo de no estar juntos trocado en una eternidad compartida. Tomados de la mano, sus dedos se decían mil cosas. Mil deseos eróticos y otros no tanto. Hablaban de lo que fuera. De lo sagrado y lo profano, de lo profundo y lo superficial, de lo eterno y lo efímero. Hablaban y reían. Se sentían con la piel y el alma. Ese frenesí de autos pintando de rojo la avenida no importaba nada. 

Lentamente se movían en la vereda. Más que eso, era la vereda la que se movía. Ellos tomados de la mano se disfrutaban mutuamente en el ahora, preludio del mañana que no pensaban, sólo esperaban. Epílogo de un ayer que recordaban, no añoraban.

Se miraron, sonrieron, se besaron y la vereda siguió moviéndose, llevándolos a ninguna parte en especial. Ya estaban donde debían estar.

© Juan Reverter Murillo. Prohibida su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización explícita del autor.

jueves, 6 de julio de 2023

La Habana año cero

 Este cuento, escrito en el 2020, es de mi primera colección, que publiqué en Amazon titulada "La Habana año cero y otros relatos". Si tuviera que catalogarlo, diría que es un cuento erótico y con elementos autobiográficos. Los primeros serán evidentes, los segundos, me los guardo y dejo que sea Usted quien los descubra. Espero disfrute su lectura, lo compartas libremente y sobre todo que me dejes tu opinión en los comentarios.

La Habana año cero

El bochorno húmedo le anunció que el día había empezado. Era su séptimo día en La Habana, tres en un seminario de sociología y los otros para recordar cuando siendo muy joven, esa edad en que se debe ser comunista si estudias sociología, su partido le había enviado a estudiar en la escuela de cuadros de su homónimo cubano. Desde que el cinismo se había hecho su compañero de vida, prefería pensar que le habían enviado a adoctrinarse, aunque debía reconocer que fue uno de los mejores años de su vida.

Haberse alojado en el Hotel Sevilla fue una excelente decisión. Si bien era centenario, no dejaba de encantarle su arquitectura y su ubicación. A tiro de piedra se podía llegar caminando a casi cualquiera de los puntos de interés turístico según las guías especializadas; el Museo de la Revolución, el Parque Central, el Capitolio. Para evitar los tumultos, simplemente caminar sobre el Paseo de Prado, con su calzada de mármol central que era inevitable le llevara a sentirse en La Habana de Graham Greene, uno de sus autores favoritos.

Después de un baño y un desayuno liviano, salió a caminar. Sin rumbo, sin plan, tan sólo caminar y pensar en todo lo que había antecedido a este reencuentro con su vieja novia. Porque esta ciudad eso era, su vieja novia, esa que abandonas por otras más jóvenes, más elegantes, pero a la que nunca traicionas ni dejas de desear en tu pensamiento. 

Sin darse cuenta, llegó hasta los leones que marcaban el inicio (¿o el final? Nunca lo supo) del Paseo de Prado. Se oía claramente como las olas besaban, con el ritmo de un amante fogoso, los cimientos del Castillo de La Punta. Por un momento se detuvo a decidir ¿izquierda o derecha? Curioso que casi siempre la vida nos obliga a decidir entre dos cosas. El Malecón le guiñó un ojo, le dio una mirada lasciva. No era justo despreciar tan caribeña invitación.

Cuando llegó al Monumento al Maine, a los pies del Hotel Nacional, ya el sol caía a plomo sobre su cabeza. Sería bueno un descanso y que el Caribe le refrescara con su rumor de sal. Se sentó a la sombra de una palmera. ¡Qué agradable sería poder desnudarse y sentir esa brisa recorriendo su cuerpo, como los dedos de una amante experta en sexo tántrico!

Había pasado ya bastante desde que una mujer y él se habían entregado sin pudores a disfrutarse mutuamente y sobre todo a explorarse mutuamente. ¿Desde cuándo? No tenía importancia. Pudo haber sido un día, un mes o mil años. Tampoco se había adscrito a la castidad absoluta. Ser monje trapense nunca estuvo en su forma de ser. Pero su cuerpo reclamaba esas expediciones libremente impúdicas en esas noches de súbito despertar y erecciones titánicas.

Había sido peor hace algunos años. La larga temporada desempleado se agravó al ver como se iban agotando sus ahorros. Su matrimonio se disolvía paulatina pero irremediablemente. El día que se decidió fue de profundo temor y dolor. Aún lo recordaba y se estremecía al pensarlo. 

La sola idea de irse a nuevas tierras, a tratar de reconstruirse, sin saber bien si lo lograría siempre se encontraba en pugna con la esperanza y la confianza de que sería una nueva oportunidad. Durante casi 7 meses se dedicó únicamente a ir ahorrando cuanto colón podía para convertirse en migrante y finalizar su tesis de maestría. El día que recibió su diploma sonrió. Quienes le vieron asumieron que era de satisfacción. En realidad fue por una de esas auto bromas cínicas que le gustaba gastarse. Ahora era Máster en Sociología, desempleado, sin dinero y sin pareja. Pero Máster.

Aceptando la invitación de un sobrino, y sacando provecho a que poseía pasaporte español, con cuarenta y un años viajó a Barcelona un día de marzo. No recordaba ya bien cual. Logró colocarse en un supermercado como acomodador de mercadería en los anaqueles. No ganaba mucho, pero sí lo suficiente para poder ir recobrando su derecho a vivir dignamente. Sin él saberlo, su sobrino, distribuyó su currículum en muchas dependencias y universidades catalanas. Un día, al estar surtiendo los jabones de baño, entró una llamada a su celular.

Tenía prohibido contestarlo en horas laborales, pero algo le impulsó a hacerlo. Le llamaban de la Generalitat de Catalunya, específicamente del DIXIT, el centro de documentación sobre migración. Le ofrecían un puesto como sociólogo. No lo pensó dos veces. Cinco minutos después estaba devolviendo su uniforme y salía, por primera vez en mucho tiempo, con la cabeza en alto y un brillo de orgullo en su cara.

A los cinco años de trabajar en el DIXIT ya era el jefe del servicio. Ganaba en un mes lo que en el supermercado no lo hacía en un año. Siguió viviendo en el piso de los extramuros que desde su contratación en el supermercado compartía con una pareja de peruanos que entraron a laborar al supermercado el mismo día. El asumió el pago de la renta a cambio de que ellos se encargaran de las labores domésticas básicas. Era un trato que claramente no parecía justo, pero quería ocio. 

Comenzó a escribir artículos para revistas, un par de libros de esos que nadie leería, pero que en una sociedad obsesionada con el éxito, servían para llenar algunas líneas de su currículum. Lo que más le importaba era su cuenta de ahorros. Leer el balance mensual que le llegaba por correo electrónico era como leer la carta de una amante apasionada. Ya eran varios miles de euros los que tenía acumulados. Se había propuesto una meta y la había alcanzado. Era momento de volver al país. Había hecho las Españas.

Su currículum y su experiencia le permitieron colocarse como docente en la principal universidad pública de Costa Rica. Seguía ganando bien a pesar de los zarpazos que le pegaba el fisco a su cheque mensual. Sus ahorros logrados en España se mantenían ociosos en un banco ganando de manera parasitaria intereses por no hacer nada. 

Iniciaron los viajes, los seminarios, las conferencias y atrás había quedado aquella larga travesía en el desierto. Cuando le invitaron a este seminario en La Habana, con uno de esos pomposos nombres que esconden el pretexto para hacer turismo académico, no lo pensó dos veces. 

Ahora estaba sentado a los pies del Monumento al Maine bajo una palmera, recordando mientras el Caribe bailaba suavemente al son de un bolero de Bola de Nieve. Un sol de justicia caía sobre su espalda, que lo despertó de sus remembranzas, percatándose que llevaba varias horas allí sentado. Regresó desandando la misma ruta por la que había llegado.

Subió a su habitación. Se bañó largamente, como pretendiendo quitarse de encima el mal olor de los recuerdos que había tenido. Desnudo se paró frente a la ventana y dejó que la cortina blanca le rozara su pecho y sus muslos. De reojo se vio en el espejo de cuerpo entero que se encontraba a su derecha.

A sus cincuenta y seis años no estaba gordo, aunque tenía una barriga que se había resistido a desaparecer. Sus piernas se mantenían musculosas y bien formadas. Sus brazos no eran los de un gimnasta, pero tampoco eran un par de palillos de dientes pegados a su tórax. Su pelo era blanco níveo, cortesía de una genética heredada de su padre y que se lo cortaba cada dos semanas. Su barba de candado, ya también blanca, recibía su “chineíto” como le gustaba decir cada semana. No era un hombre desagradable. Tampoco era un hombre irresistible. Sin embargo, a pesar de que varias veces había tenido sexo, no había logrado volver a tener la seguridad en sí mismo.

La noche ya caía sobre La Habana. Podía ver como el ojo del faro de El Morro daba vueltas sobre sí mismo, invitando a los marineros en alta mar a buscar puerto, bebida y compañía. Bebida y compañía repitió para sí. Compañía no tenía, bebida la deseaba. Estaba en el Sevilla, era su última noche en La Habana, ¿por qué no jugar un poco? 

Se decidió ir al bar de la terraza del hotel vestido como si saliera de una novela de Graham Greene, para rendirle homenaje al escritor. Camisa y pantalón blancos, zapatos cafés de imitación piel de cocodrilo, medias blancas y sombrero de Panamá. Con paso lento, más para que no lo vieran como para que lo vieran, se sentó en una mesa pequeña junto a la baranda de la terraza con vistas al Paseo de Prado. Un camarero formal pero con esas risas pícaras que solo pueden tener los mulatos cubanos tomó su orden. Daiquirí como mandaba el canon de Hemingway.

Tres daiquirís después la vio sentada a escasas dos mesas suyas. Seguramente no la había visto antes porque esas mesas estaban ocupadas por una pareja de chinos cuyos artilugios tecnológicos arrinconaban a los tragos que consumían haciendo equilibrios precarios en la orilla de la mesa. En la otra un par de gringos obesos, fumando habanos y riendo vulgarmente cada vez que por la calle pasaba una mujer joven. Incluso pudo ver como uno de ellos le agitaba un billete de 100 dólares a una que volvió a ver. Si realmente entendió la colección de insultos que les dijo, era lógico que huyeran hacia su cuarto.

Era una colega argentina que había presentado una ponencia sobre violencia de género. Realmente no le había puesto mayor atención ni a ella ni a su ponencia. Después de escuchar más de 50 ese día ya no estaba en condiciones de hacerlo. Mientras la miraba, ella se levantó y caminó hacia el baño. 

Vestía una falda a media pierna blanca y una camisola sin mangas del mismo color. Calzaba unas sandalias rojas, que de alguna manera desentonaba con el conjunto, pero le daba un aire de atrevimiento. Su pelo de un color marrón, sin mayores adornos. Lo que más le captó su atención fueron sus ojos. Profundos, cafés, tristes. Al regresar oyó como daba un pequeño bufido justo detrás de él, mencionando algo referido a un molusco y la madre de los invasores de su mesa, era ahora propiedad de unos cachorros de millonario ruso. Sin saber porque, tan solo por un impulso, la invitó a sentarse.

Los primeros cinco minutos le parecieron eternos. Cada uno viendo a la calle, sin hablarse. Alguien debería romper el silencio. Pero en vez de ello, ese silencio se hizo añicos cuando sus ojos se cruzaron y mantuvieron la mirada. Fueron escasos segundos pero era claro que esos ojos eran ventanas de una mujer que se había sentido atraída hacia él. Parecía que tendría compañía después de todo. Sólo por una noche, como era usual, pero tendría.

Iniciaron la conversación, que se convirtió en una minería en las profundidades de sus intimidades. Ella tenía la rara virtud de lograr que se sincerara, algo que rara vez hacía por esa maldita adhesión a mantener las formas, una tara que arrastraba al ser criado en un hogar fanáticamente católico.

A las ocho de la noche la calle hervía de actividad. Grupos bulliciosos de jóvenes caminaban rumbo al Malecón. Por su pasado habanero él sabía que un sábado en la noche ese muro que separaba mar y tierra, excepto en época de huracanes en que se hacían una sola entidad, se convertía en el mayor bar y sala de baile del planeta. El lugar más alegre y vital que había conocido. La invitó a ir.

– Claro, sólo por curiosidad científica colega.

– Entonces no. Si estás invitando a la doctora Alvear como colega ni me muevo de acá. Pero si estás invitando a Eva a tomarse un trago y bailar en el Malecón la respuesta es sí.

La respuesta de Eva le hizo pensar muchas cosas. ¿Qué se creía esta mujer? ¿Con qué derecho entraba así a revolcar sus deseos más profundos, primitivos y calientes? ¿Cuál era su juego, ponerle cachondo? La complacería entonces. Eso sí, manteniendo las formas como era su táctica para ocultar sus temores, eso que constantemente luchaban con sus deseos. 

Pagó la cuenta y salieron a la calle. Caminaron por calles poco concurridas por extranjeros. Calles que conoció plagadas de edificios habitados por burócratas sustituidos hoy por pequeños restaurantes y hostales. Al fin llegaron a Rampa y bajaron hacia el Malecón.

Música de salsa compitiendo con reggaeton, risas y gritos de alborozo. Allí estaba el alma cubana definitivamente. No podían pasar desapercibidos. Él cómo salido de una película estereotipada de Cuba de los años 50, ella con esas sandalias rojas que eran como una señal de advertencia. Sucedió lo usual en estos casos, una sana y cubana emulación por demostrar cortesía, la innata cortesía de ese pueblo mulato. Cada grupo competía por darles un trago, hacerles bailar. Se aplicaba aquello de que “si en Cuba sólo hay mierda para comer, los amigos comerán la mejor mierda.” 

Cuando lograron salir de la multitud, algo mareados por tantas muestras de amabilidad con 7 años de añejamiento, se internaron en la calle San Lázaro buscando aire y sobriedad. En un cierto momento sus cuerpos se acercaron al ceder paso a unos ancianos y él sintió el roce de su pecho en su brazo. Debió retirarlo, pero no lo hizo. No llevaba sostén. Bajó su mirada hacia su escote y pudo notar que tenía unos pechos redondos, no inmensos, pero sí de un tamaño que no dejaba lugar a dudas de su tamaño. Eran sensuales. 

El viento del Caribe se había confabulado con él por ser viejos amigos. Por debajo de la camisola de Eva se adivinaban dos pezones erectos, no en exceso, pero sí lo suficiente para que se le cruzara por la mente deseos ya casi irrefrenables. Pero por las formas, su escudo protector, indecibles.

– No te he preguntado tu edad aún.

– ¿Tiene importancia? Aunque sea especialista en género, aún guardo estereotipos. A una mujer nunca se le pregunta la edad, respondió lanzando una mirada pícara.

– Bueno, será que al ser yo evidentemente mayor, debería saber si seré capaz de complacerte.

¿Qué había hecho? No había terminado de hablar y sintió como las formas llamaban al frente de combate a los batallones del pudor. Incluso mientras pensaba en esas palabras, ya sabía que no debía decirlas. Pero algo, por un momento, lo llevó a decirlas. Sería el ron tal vez. Lo que menos esperaba era la respuesta de Eva.

– Nunca está de más el llevarle un diamante a una mujer. A mí no me desagradaría uno color celeste.

Mientras decía esto se apretó aún más en su brazo, sintiendo no sólo su textura, también la dureza de un pezón que esta vez era más evidente. Más deseable. Eva deslizó lentamente su mano dentro de uno de los bolsillos del pantalón, rozando levemente su pene y así como llegó allí, se retiró. La erección fue inmediata, incluso antes del roce. Ella lo notó y sin verle le dijo

– No sé de qué tenés miedo. Soy yo la que debería tener miedo.

No podía pensar claramente. Era obvio que las formas estaban no sólo derrotadas, estaban en franca retirada. O más que retirada, en desbandada. Su brazo se deslizó a su cadera rodeándola y sintiendo el inicio de sus nalgas por debajo de la falda. Tomó el camino más corto que pudo hacia el hotel y subieron a su habitación. 

La primera vez que la besó fue en el ascensor. Un beso largo en que sus lenguas pelearon como gladiadores en el circo de sus bocas, pugnando por levantar el deseo del otro. Besándose salieron del ascensor, apresurándose por entrar. Sus ropas comenzaron a dejar lugar a una desnudez que reclamaba el frenesí que estaban experimentando. 

Pudo sentir la piel de los muslos carnosos de Eva, cubiertos por una pelusilla rubia que contrastaba con el color moreno de su piel. Si se separaron un momento del abrazo fue porque ella pugnaba por desabrocharle el cinturón. Cuando lo logró los pantalones cayeron al piso y se abrazaron a su falda que ya estaba esperando por ellos. Camisa y camisola pronto se unieron a esa orgía de prendas de vestir que emulaba la de sus dueños.

Ya totalmente desnudos, lentamente ella fue besándole el pecho, el estómago, parcelando cada parte con una dedicación de topógrafo recién graduado. Ya no era posible seguirse controlando. Las formas se habían rendido incondicionalmente y él la levantó en vilo, sentándola sobre el escritorio de la habitación. Lámpara, papeles, carpetas, todo cayó con un estruendo que no logró, sin embargo, sobreponerse a los gemidos que ya inundaban la habitación. Él también repitió la operación de conocer la totalidad de su cuerpo con su boca. Recorrió todos y cada una de sus partes, bultos, curvas. Sintió humedades en su boca y olió la animalidad de Eva y él mismo se excitaba cada vez más. No harían falta diamantes.

Por si quedara algún milímetro de sus cuerpos ignoto repitieron la exploración. Él sentado en un sillón y ella colocada encima, ambos sin pudores, sin miedos, simplemente reconociéndose de nuevo con sus labios y sus lenguas. Corrieron hacia la cama llevando cada uno prisionero el pubis del otro, asegurándose que no se fuera a escapar. 

Ella se acostó boca abajo y él por un momento se detuvo a contemplarla así desnuda de espaldas. Su pelusilla rubia asemejaba la piel de un melocotón que invitaba a morderlo para ofrecer sabores únicos. No lo pensó dos veces. Al momento en que se hicieron uno sólo, en que sus carnes estaban unidas en el húmedo abrazo del coito él se transformó definitivamente. La llamó de mil formas, reclamándola para sí. Sin miedos y sin pudores. Sin formas adecuadas ni correcciones políticas. 

Era un hombre entregado por completo a obtener placer de una mujer. Ella una mujer entregada a la misma tarea con él. El clímax sucedió viéndose a la cara, a los ojos. Las piernas de Eva atenazaban la cabeza de él para asegurarse que pudiera ver y oír como iba dejando salir en torrente esa pasión y esas ganas que guardaba, como él, desde hacía mucho. Agotados se acostaron uno al lado del otro.

– Parece que mis bragas terminaron siendo la servilleta de tus chicos, bromeó Eva levantándola- agitándola como bandera tomada de un cuartel enemigo. Era visible que sus fluidos habían terminado en esa prenda.

– ¿Te pido perdón o te alegras?

– Idiota.

Se le abalanzó de nuevo para experimentar posiciones, toques, roces, besos, palabras que jamás él había siquiera pensado ser capaz de decirlas. No porque considerara fuera algo impropio, pero sí por el temor de echar perder el momento. O simplemente porque nunca se había animado. Se quedaron dormidos con la cabeza de Eva apoyada en el hombro de él.

A la mañana siguiente él despertó con esa ligereza que sólo puede dar una noche de sexo pleno como la que tuvo con Eva. Ella ya no estaba y por su mente cruzó la idea de que, a pesar de todo, nuevamente había sido algo de una noche. Pero esta había sido diferente y sólo eso ya valía el momento. Lentamente se levantó y buscó la ducha para bañarse, a pesar de que prefería sus olores a los del jabón. Ese día volaba de vuelta a Costa Rica y era mejor estar fresco. En el espejo del baño había una nota:

“Querido mío. Fue una noche maravillosa. Hoy mi vuelo sale a las 9 de la mañana y ya sabes que llegar a Buenos Aires desde aquí lleva su rato. No quise despertarte. Espero que no perdamos contacto. Ya sabes Eva Alvear, +54... PS. ¡Roncás pelotudo y no me dijiste! Por suerte me dejaste exhausta. Te tomé una foto desnudo para que Hanna recuerde a Max cuando le haga falta.”

La sonrisa fue inevitable. En una pausa de esa seguidilla de posiciones que experimentaron decidieron ponerle nombre a su vagina y a su pene. Sociólogos al fin y al cabo, optaron por Hanna (Arendt) y Max (Webber). Se bañó y preparó su maleta para ir al aeropuerto y tomar el vuelo que lo llevaría primero a Panamá y después a San José. El trámite fue relativamente expedito. Los demás era la misma rutina; esperar que llamen tu bloque, caminar por la manga de abordaje, buscar tu asiento, cruzar los dedos porque tu vecino no sea un obeso y esperar. Y pensar. No guardaba muchas expectativas. Eva había sido única en muchos aspectos, pero tampoco se veía que ella marcara un momento de quiebre en su vida. Ella volaba a Buenos Aires y él a San José. Ambos volverían a su rutina y era posible que pronto se olvidaran uno del otro.

Esa noche antes al acostarse le entró la curiosidad de saber si ya estaría en Buenos Aires. Buscando por aquí y por allá en internet calculó que ya debía estar en su casa. Tenían tres horas de diferencia y pensó si era conveniente preguntarle si había llegado bien. Las formas parecían haberse recuperado. Serían las 11 allá. Si no lo leía hoy lo haría mañana y se animó a escribirle un mensaje de texto:

“Riquísima

¿Qué tal tu vuelo? Espero llegaras bien”

“Hola mi roncador.

Llegué perfectamente aunque un poco cansada.

No sé si del vuelo o de Max

Por cierto mira lo que duerme conmigo”

Le envió una fotografía de las bragas aún manchadas con sus fluidos sobre su mesilla de noche.

“Linda decoración”

“La mejor que se puede tener.

Te llevo muchas ganas.

Lo sabés verdad.

Hanna también te extraña.

Me está pidiendo una dosis de Max ya.”

Casi de inmediato entró una videollamada de Eva. Él entonces entendió que sin querer, sin forzar, simplemente porque tenía que ser, iniciaba su nueva vida. No importaba ya cuanto durara este idilio, era una nueva vida. Era el año cero de su historia que a partir de ahora se dividiría en antes de Eva y después de Eva. Respondió mientras su mano iba hacia la entrepierna. Ella sonrió y lentamente bajó la sábana dejando que Hanna se deleitara.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


miércoles, 5 de julio de 2023

¡Cuídese patillo!

 De la colección de cuentos cortos "Historias entre líneas" hoy le invito a leer este cuento, inspirado en un suceso real que sucedió en 1919 en el estero de Puntarenas. La noticia simplemente anunciaba el desenlace de este cuento, el resto, fue un ejercicio de imaginar las circunstancias. Patillo se refiere a la forma en que se les decía a los campesinos costarricenses a inicios del siglo XX. Espero que lo disfruten, lo compartan y se conviertan en seguidores de mi blog.

¡Cuídese patillo!

Los cien soldados que viajaban en el vagón del tren expreso dormitaban como mejor podían. Iban apretujados, muchos de ellos mareados y no pocos con el desagradable sabor que deja en la boca el haber vomitado. Tan sólo les sacaba de ese sopor las risotadas que provocaban el ver a uno de sus compañeros tratando de quitarse las brasas que de vez en cuando lograban entrar por una ventana, previamente expulsadas por la locomotora que los llevaba, con ese vaivén somnífero, rumbo a Puntarenas, donde embarcarían para Guanacaste.

Juan de Dios Sibaja era uno de esos soldados. Salvo su nombre, nada lo diferenciaba del resto. Todos eran campesinos, reclutados a la fuerza por el gobierno de los hermanos Tinoco, jóvenes que dejaban atrás familia, amigos y alguna novia desconsolada. Todos, como él, iban armados con un fusil mauser español modelo 1893, una canana con doscientos tiros, una bayoneta en su estuche, una mochila con trescientos tiros más, una cobija, plato, cuchara y jarro de metal.

Juan de Dios bajó un sábado desde su natal Desamparaditos a Puriscal para comprar algunos bienes que necesitaban en su casa. Al salir del comisariato se dio de bruces con dos soldados que le apuntaron con sus rifles, iguales al que ahora él llevaba a cuestas. A empellones le llevaron hasta donde un capitán que simplemente le comunicó que desde ahora tendría “el honor de defender a su país y su presidente de la invasión extranjera que mancilla la santa tierra patria.”

Tres meses en San José recibiendo, días tras día, instrucción básica, culminaron cuando el sargento mayor, un hombrón de Cartago de apellido Camacho, les dijera que al día siguiente viajaban a Guanacaste. Era abril del año 1919 y cada vez eran más fuertes los rumores de que los generales Tinoco tenían sus días contados. Se hablaba de un movimiento revolucionario en la frontera con Nicaragua y ellos, reclutados a la fuerza, tendrían el “honor” de defender la soberanía nacional.

A las cinco de la mañana les levantaron y les ordenaron que tomaran sus equipos. Los formaron en la plaza frente al Cuartel de Artillería. La banda militar se encontraba al frente, seguida por los diferentes batallones. Cuando llegó Joaquín Tinoco, en lomos de un magnífico caballo blanco, se pusieron en movimiento hacia la estación del ferrocarril al Pacífico. Las gentes de la capital se agrupaban en las aceras para verlos marchar, no como un ejército que iba al encuentro con un destino glorioso; era más como quien veía pasar un cortejo fúnebre. Bien claro escuchó la frase de “pobrecitos estos patillos, ¿cuántos no volverán?” Patillos, conchos, campesinos. No importaba como les llamaran, era de ellos de quienes se apiadaban.

El único consuelo de Juan de Dios era de que, al fin, podría conocer el mar. Conocer el mar y tal vez comer pescado. No es que nunca hubiera comido, pero jamás de mar. Su experiencia se limitaba a los barbudos que pescaban en los ríos cercanos a su pueblo y las sardinas que muy de vez en cuando lograban comprar en su casa. Los primeros le sabían a barro, las segundas a metal.

Un codazo le despertó. Su compañero de asiento estaba entusiasmado y quería compartir su asombro con alguien. 

–Mirá, mirá. ¡El mar, el mar!

Cierto, ahí estaba el mar. La primera visión de esa inmensidad de agua fue en Mata de Limón. Desde ese momento los acompañó por el resto del trayecto. Algunas veces dejaban de verlo, pero pronto regresaba. Iba y venía. Lentamente, dejando espumas en la arena y regresando a recogerlas. Era inmensamente maravilloso. Por el resto del viaje no pudo dejar de mirarlo. Le habían dicho que era salado, pero ¿qué tanto? ¿Y el agua sería fría o caliente? 

Un golpe metálico los sacudió, después otro menos fuerte hasta que el tren se detuvo totalmente. Habían llegado a Puntarenas. Las órdenes de los sargentos resonaban en los vagones. Bajaron torpemente, entumecidos por el viaje, deshidratados varios por haber vuelto el estómago víctimas del vaivén, con hambre y sed prácticamente todos. Un grupo de mujeres se abalanzó hacia ellos. Llevaban agua y mangos, mamones y tortillas. Decenas de manos morenas se extendían y decenas de manos menos morenas, callosas y forjadas en las jornadas del campo, se extendían desde direcciones opuestas a tomar lo que con una sonrisa se les ofrecía. 

–¿Quiere un manguito patillo? 

–Gracias.

Al tiempo que daba las gracias, Juan de Dios levantó la mirada. Y se encontraron dos pares de ojos, dos caras, dos personas jóvenes. Un hombre y una mujer. Sus ojos, color miel en una cara blanca, muy blanca. Los de ella, color negro noche en una cara trigueña. No se alcanzaron a decir nada, tan sólo se miraron.

La banda militar de Puntarenas inició una marcha marcial. A empellones los iban colocando frente a la estación, formados en batallones e iniciaron el desfile. Se dirigían, según alcanzaron a oír, hacia el muelle del mercado, donde embarcarían hacia Guanacaste en dos barcos dispuestos para ello.

Juan de Dios la encontró. Caminaba al mismo paso que ellos, a veces un poco más rápido, con la mirada fija en él. Le correspondió viéndola también. Allí iban, él un hombre de Desamparaditos de Puriscal, ella una mujer de Puntarenas. Ambos tomados por la pulsión de la atracción sexual.

Al llegar al puerto del mercado comenzaron a embarcar. Para ello debían subir por dos tablones. Debían hacerlo de uno en uno, no sólo por lo angosto sino también por lo voluminoso del equipo y el armamento que debían cargar. Al llegar su turno de subir decidió dar una última mirada atrás. No sabía cómo se llamaba, pero quería llevarse su recuerdo por si la veía de nuevo. La encontró y le sonrió. Ella le correspondió y le dijo

–¡Cuídese patillo!

Rosales era uno de los mejores buzos de Puntarenas. Años de extraer madre perla le habían dotado de unos pulmones excepcionales. Ese día le habían encomendado una tarea ingrata. El día anterior en la tarde logró extraer el mauser español modelo 1893 del fondo del estero. Hoy, después de la quinta inmersión, subió con el extremo de una cuerda que pasó a unos soldados en el muelle. En el otro extremo se encontraba atado el cuerpo sin vida de Juan de Dios Sibaja, un patillo de Desamparaditos de Puriscal, que resbaló al tratar de abordar el barco que los llevaría a Guanacaste a “defender la soberanía nacional”. Supo de manera terrible que el mar si era salado y que el agua era placenteramente tibia, pero no pudo contarle a nadie. Supo que los peces del mar eran diferentes a los barbudos cuando los vio huir mientras el rifle, las balas y la mochila lo arrastraban hacia el fondo. Con su último suspiro tuvo la certeza que hay mujeres bellas en Puntarenas.

Una vez en el muelle, le colocaron en una burda caja de madera y le subieron a una carreta. Sin mayor ceremonia iniciaron el viaje hacia Chacarita, al cementerio. Una mujer joven de ojos negros y cara trigueña llorando vio como partían.


martes, 4 de julio de 2023

Catarsis IV y V (poesía)

 Del poemario Catarsis les comparto dos de los poemas que forman parte de este. Espero los disfruten y me hagan sus comentarios. Si creen que alguien mas los puede apreciar, siéntase en libertad de compartirlos

Catarsis IV

Cuatro huellas en la arena húmeda

Las tuyas y las mías,

felices.

Dos huellas en la arena húmeda

Las mías,

Ensimismadas,

Caminando hacia el horizonte

Pensando tierras nuevas

Que nuestros pies marcarían

Felices y amorosos.

Seis huellas en la arena húmeda

Dos mías,

Vacilantes,

Hacia un horizonte 

Mutado en gris y tenebroso,

Dos tuyas,

Ilusionadas,

Buscando un camino al norte

Dos de él

Victoriosas,

Porque supo darte algo más

Que un camino al horizonte.

Catarsis V

Agonizaba la gaviota sobre la arena,

Con sus alas apenas sostenidas

Por unos cuantos huesos rotos

Y tendones desgarrados.

Agonizaba la gaviota sobre la arena,

Tiñendo de sangre la espuma

De las olas de aquel mar

Sobre el que voló orgullosa.

Agonizaba la gaviota sobre la arena,

Juguete del capricho 

De algún monstruo abisal.

Que de una dentellada

Quiso divertirse.

Agonizaba la gaviota sobre la arena,

Buscando un aire cada vez más escaso

En su antes níveo pecho,

Tratando de posponer el final inevitable.

Agonizaba la gaviota sobre la arena,

Rodeada de legiones de cangrejos

Prestos para comer sus ojos,

Sus entrañas, sus fibras todas.

Agonizaba la gaviota sobre la arena.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción parcial o total con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


lunes, 3 de julio de 2023

20 Años en San Lucas (cuento corto)

 20 años en San Lucas

Este texto es parte de la mi colección titulada "Historias entre líneas", inspirado en una escueta noticia publicada en un periódico de Puntarenas en junio de 1919. Debo agradecer a Quince Duncan, pionero en dar a conocer la historia de la migración jamaiquina a finales del siglo XIX por su disposición a evacuar algunas fechas y datos que dieron forma a lo que aquí escribí. Espero lo disfruten, me den su opinión, lo compartan y sobre todo que me sigan en el blog.

Eran las doce del día, una sofocante calma inmovilizaba todo. No corría viento, el sol caía a plomo desde un cielo perfectamente celeste y el estero se encontraba totalmente vacío. Ni siquiera los pelícanos y rabihorcados se animaban a salir a planear para buscar alimento.

En la cubierta del “Júpiter”, un vetusto velero de bandera peruana que regularmente tocaba Puntarenas en sus travesías a lo largo de la costa pacífica de América. Cargaba mercadería en Valparaíso y la descargaba en Callao. Ese ritual se repetía en Callao, Guayaquil, Panamá y Puntarenas.

En su último viaje debió realizar una entrada de emergencia a puerto. Una tormenta había dañado seriamente el mástil principal y debía ser reparado. De alguna manera este fue un golpe de suerte para Santiago.

Acostado en la cubierta de ese cansado navío con su metro ochenta de estatura, Santiago Brown, aprovechaba una poca de sombra. No pudo dejar de comparar al “Júpiter” con el mismo en que llegó a las costas caribeñas de Costa Rica en el año 1886 desde su Jamaica natal.

Nació en Spanish Town, una ciudad cercana a Kingston. De niño escuchó las historias de cómo sus mayores se convirtieron en personas libres en 1834, de la terrible situación que se dio en los años posteriores y de cómo el hambre y la miseria se extendieron a lo largo y ancho de la isla. Lo que más le dolía al oír esas historias era tener conciencia de que esa libertad, que les confirió incluso el honor de ser súbditos de su majestad británica, no poseían los mismos derechos que los blancos y los mulatos. El abuelo Marcus, cuando recordaba esos años siempre se tocaba mecánicamente una cicatriz en su brazo izquierdo, cuando relataba a sus nietos como fue la rebelión de Morant Bay, en la que se vio involucrado involuntariamente. La cicatriz fue producida por la espada de un soldado colonial.

Por eso cuando su amigo Mosiah le comentó a Santiago que en Kingston estaban reclutando trabajadores para construir un ferrocarril en Costa Rica, no lo pensó dos veces. No sabía dónde estaba ese lugar exactamente, pero ya estaba cansado de pasar hambres. El plan era simple; iría a Kingston para enrolarse, trabajaría duro por un par de años y volvería a Spanish Town con suficiente dinero para establecerse dignamente. 

Al día siguiente, muy temprano, marchó a Kingston. Frente a la oficina de reclutamiento más de 400 hombres se aglomeraban mientras los iban pasando en grupos de cinco por vez. Pudo notar que, al salir, cuatro lo hacían con cara de decepción y sólo uno se reía. Pronto sabría la razón. 

Cuando le correspondió ingresar, les ordenaron quitarse la camisa. Los reconocieron físicamente. A él le indicaron que se colocara frente a un escritorio. A los otros cuatro les ordenaron salir. El sería quien saliera sonriendo. –

–¿Nombre?

–Zachary Brown. Quien escribía lo miró con cansancio. 

–En el país al que irás no hablan inglés. Sólo español. Escoge Santiago o Zacarías. 

–Santiago. 

Lo escogió más porque le sonaba cómico que por otra cosa. A partir de ese momento Santiago Brown nació, con una edad de 17 años, un metro ochenta de estatura y setenta y cinco kilos de masa muscular para ponerla al servicio del progres de Mr. Minor Keith.

En un velero similar al “Júpiter” los embarcaron y después de una travesía de poco más de una semana entraron a Limón. Desembarcaron y los formaron en fila, él y ciento cuarenta y tres más, casi todos de Jamaica, pero también algunos de Barbados y por los menos tres de Trinidad. Tres militares se encontraban sentados en otras tantas mesas de madera carcomida. 

– Neim– preguntó el sargento que le tocó en turno. Su pronunciación era terrible, pero comprendió que requería su nombre. 

–Za… Santiago Brown– respondió acordándose de la transmutación onomástica que sufriera.

Con un gran esfuerzo que le recordaba sus años en la escuela parroquial en Spanish Town mientras aprendía a escribir, plasmó su nombre en un papel impreso que le extendió y con un movimiento de cabeza le indicó que se moviera. No entendía nada de lo que estaba escrito. Poco tiempo después sabría que era un permiso de estancia temporal. Los negros tenían prohibido ingresar a ese país, salvo que los trajeran a trabajar para Mr. Keith.

No trabajó en el ferrocarril. Lo hizo en los infinitos bananales que se extendían a lo largo de la vía férrea. Dos años antes el gobierno de Costa Rica prácticamente le regaló a Minor Keith ochocientas hectáreas de tierra virgen. Santiago, junto con miles de otros jamaicanos, beliceños, panameños e incluso estadounidenses dejaban sudor y sangre en los pantanosos terrenos que debían convertir en prósperos bananales. No tenían prácticamente salario y debían cultivar mucho de lo que comían. Estaban en el infierno.

Trece años después, durante un viaje a Limón, leyó un cartel en español que requería operarios para el muelle. Estaba escrito en español y solicitaba personal que hablara inglés. En esos trece años de lucha para no sucumbir al paludismo o la mordedura de una serpiente logró aprender suficiente español para poder entender una conversación. Igualmente leía y escribía mucho mejor que muchos costarricenses con los que convivía, aunque decir convivir era mucho decir. 

Los “paña” eran sucios, mal hablados, con piojos. Se emborrachaban cada que podían y muchos no sabían leer o escribir. Él no. Él era súbdito británico, educado en la fe presbiteriana, sabía leer y escribir, así como mantenerse limpio en cuerpo y alma.

Lo contrataron en la nómina de una empresa recién formada, la United Fruit Company, propiedad de Minor Keith. Su trabajo era supervisar los embarques de banano en el muelle de Limón. 

Una tarde, después de supervisar el cargamento de un barco, se unió a un grupo de compatriotas para recordar la cada vez más lejana Jamaica. A pocos metros, un grupo de costarricenses empezaron a hablar entre ellos. Con la prepotencia propia del que se cree superior en virtud del color de su piel, no cuidaban el tono de sus voces y pronto Santiago se dio cuenta de que las cosas no iban bien. 

Un tal Jacinto, conocido más como “Turri” era el que más fuerte hablaba envalentonado por una botella de guaro de contrabando. 

–Vean a esos hijueputas negros. Vean como están felices porque nos quitan trabajo, sólo porque hablan inglés como los machos de la Yunai. Sólo sirven para vaguear, son unos flojos, pero les pagan igual que a nosotros, a veces hasta más. Todos son unos negros bárbaros, que no respetan a la Santa Madre Iglesia y se dedican a la brujería y la pocomía. Son todos unos protestantes que, como dice el padre Quesada, son un peligro para la fe verdadera. Deberían montarlos en un barco y devolverlos a Jamaica para que dejen de robarnos.

En este punto Santiago se puso de pie, su metro ochenta erguido como una ceiba, encarándose con Jacinto. “Turri” sin pensarlo se le fue encima, trastabillando por los efectos del alcohol. Hasta era cómico mirar a ese hombrecillo de escasos metro cincuenta y cinco correr dando tumbos. Santiago lo esquivó. Jacinto resbaló e impactó con su frente un durmiente de la línea férrea del muelle. Murió de inmediato.

La policía se hizo presente y después de un breve diálogo con los compañeros de Jacinto lo detuvieron encarcelaron. Al día siguiente le condujeron ante un juez. Santiago tenía su conciencia limpia y tranquila. Sabía que una explicación ante el juez bastaría para aclarar el punto. Este le tomó la declaración, así como a los acompañantes de Jacinto. Estos testificaron que Santiago Brown, negro violento, había lanzado al turrialbeño contra el suelo. El juez dictó la sentencia:

“Se condena al jamaicano Santiago Brown a cumplir una pena de veinte años en el presidio de la isla de San Lucas, al encontrarlo culpable del asesinato del costarricense blanco Jacinto Mora.” Del juzgado fue llevado de nuevo a una celda, con grilletes en las manos y pies. Al día siguiente inició su condena.

Un viaje de casi una semana le hizo desembarcar en San Lucas, una isla en un océano que no conocía. Los años pasaron lentamente, sin que sus solicitudes de rebajo de pena por buen comportamiento dieran frutos. Al ser bilingüe, comenzó a ganar algún dinero dando clases de inglés a las esposas e hijos de los comandantes de la cárcel, lo que le permitió ahorrar. No dejaba de ser paradójico que el ahorro que no pudo hacer en Limón como hombre libre lo hiciera en San Lucas como reo convicto, injustamente, pero privado de libertad. A la larga cumpliría su objetivo inicial, regresar a Jamaica con dinero.

En junio de 1919 terminó su condena. Le entregaron unos pantalones de dril, una camisa color pardo y unos caites nuevos, todo ello cortesía de las damas de la alcurnia puntarenense que una vez al año limpiaban sus almas con donativos caritativos a las pobres almas de San Lucas. Con sus ahorros, su indumentaria nueva, se embarcó en el cayuco que le llevó al mismo muellecillo que veinte años antes le había visto partir como reo y hoy le veía llegar como hombre libre. O al menos así lo creyó.

Una vez había desembarcado le condujeron al cuartel de policía donde un sargento con cara de haberse embriagado la noche anterior, le entregó un papel. Esta vez, a diferencia de aquel ya nebuloso y lejano día en que llegó a Costa Rica, logró leerlo.

“Por tanto, este Concejo de Gabinete, ante las circunstancias presentadas y referentes al jamaicano Santiago Brown, ha decidido ordenar, que dicho negro sea expulsado del territorio costarricense, por considerar que es un elemento nocivo y violento que solamente vendría a contaminar a la sociedad nacional. Comuníquese esta decisión al comandante de plaza de Puntarenas.”

No podía salir de los límites de la ciudad. Vagaba sin rumbo, durmiendo en la playa bajo los almendros y realizando algún que otro trabajo a cambio de comida. Un comerciante chino, que como migrante y discriminado desarrolló la solidaria empatía de los marginados, contactó al capitán del “Júpiter”. 

Este lo tomó como parte de la tripulación con el trato de que sólo le brindaría alimentación y traslado hasta el primer puerto en que recalaran, que todo indicaba sería Panamá. Ahí debería desembarcar. De igual modo, se comprometió con las autoridades de policía a que no desembarcaría en ninguna circunstancia.

El movimiento del velero sacó a Santiago de sus cavilaciones y recuerdos. La marea estaba empezando a subir y el viento a soplar desde el norte, desperezando los pelícanos. Un mulato colombiano simpaticón, miembro de la tripulación y que supo que hablaba español se acercó para tratar de entablar conversación. 

–¿Cómo te llamas?

Sin dudarlo respondió, poniendo su metro ochenta en pie 

–Zachary Brown.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


domingo, 2 de julio de 2023

El Gran Hallazgo (cuento de ciencia ficción)

 El gran hallazgo

El Gran Hallazgo es parte de una colección de cuentos cortos de ciencia ficción. Espero lo disfruten y me hagan sus comentarios al final del texto. No olvide convertirse en seguidor para estar al tanto de las nuevas entradas del blog.

Nyika ciclo 19.862 (año 3.574 tiempo terrestre)

La sala de conferencias del Museo de Historia Natural Interplanetario se encontraba llena. No era para menos, ya que por primera vez se tendrían objetos recuperados de un pequeño planeta, aparentemente llamado por sus habitantes como Tierra, Earth o Tochi. No había sido posible determinarlo con precisión, ya que cualquier forma de vida capaz de comunicarse ya había desaparecido.

Akachen, el arqueólogo jefe de la expedición se instaló en el centro del gran auditorio. Aunque estaba acostumbrado a impartir lecciones en la Academia de Ciencias de Yemvu, la capital de su planeta Nyika, siempre se ponía nervioso en estos eventos. Los mil asientos estaban colmados no sólo por colegas nyikanos, también había delegaciones de cuatro sistemas planetarios cercanos que, ansiosos por saber que se había descubierto, acudieron a la cita.

Y no sólo eran esos mil pares de ojos, aunque algunos eran tríos, los que le ponían ansioso. Por banda subespacial se estaba retransmitiendo la conferencia y no menos de 50 millones de seres estaban conectados. Cerró los ojos, inhaló una profunda bocanada de aire que exhaló lentamente a través de su orificio nasal, encendió el traductor universal e inició.

 - Hace ciento cincuenta ciclos, uno de los puestos avanzados de defensa de nuestro planeta captó un objeto que se acercaba a nuestro espacio de control. Al hacerle llamados solicitando su procedencia e intenciones no se recibió respuesta alguna. El escaneo determinó que no se encontraba tripulado por ninguna forma de vida conocida o desconocida, tampoco la presencia de armas. De hecho, no había ningún tipo de actividad pero contenía un núcleo de energía primitiva, basada en reacciones de fisión atómica, misma que hacía ya casi tres mil ciclos no usamos en esta zona de la galaxia.

Una nave de reconocimiento partió para una inspección cercana. El objeto, catalogado correctamente por el capitán Bos como una especie de sonda, se inmovilizó mediante un rayo tractor y se trasladó primeramente al Cuartel General de Defensa donde se inspeccionó. Se encontró una especie de escritura, formado por los siguientes símbolos V Y A R aunque se pudo determinar que poseía otros, pero el viaje por el espacio los había borrado. Al proceder a la apertura de la sonda, previo control del artilugio de fisión ya mencionado, se encontró un disco de un metal dorado, mismo que correspondía al que llamamos akan, que es el de uso común en nuestros planetas para la fabricación de toda clase de artefactos de uso cotidiano.

El disco fue enviado a la Academia de Ciencias y se le asignó al exolingüista Mutau para que tratara de descifrarlo. En menos de 0,7 ciclos lo logró. Determinó que procedía de un planeta, cuya ubicación se daba y que se llamaba Tierra, Earth o Tochi. El nombre correcto no se sabe. Para efectos de catalogación se le denominó planeta TET-03/09. 

En un principio no se tenía claro la intención de este planeta al haber puesto en el espacio la sonda, ya que se encontraban a una distancia considerable de nuestro planeta. Se tomó la decisión de enviar una nave de exploración con sistema de ocultamiento para mantenerse en órbita recopilando datos. Permítanme hacer aquí una aclaración importante; en la Academia concluimos que deseaban hacer contacto pacífico, pero el Cuartel General de Defensa consideró que podía ser una especie de truco para iniciar una guerra. La solución fue la intermedia y se decidió no atacar preventivamente pero sí observarles.

Los resultados de dicha observación indicaron que el planeta poseía una atmósfera irrespirable para los nyikanos, ya que la concentración de oxígeno superaba los límites de tolerancia fisiológica del 10%. También que en el hemisferio norte del planeta TET-03/09 estaban ocurriendo explosiones de carácter nuclear. En el cuarto semiciclo de permanencia, una gran actividad de tipo nuclear fue captada por los sensores de la nave. La cantidad de polvo y radiaciones emitidas hacían imposible la observación remota por lo que regresaron a Nyika.

Puntarenas año 2025 (ciclo 18.269 de Nyika)

Si había algo que le producía asco y malhumor a Juan eran los roedores. Concretamente los ratones y especialmente las ratas. Una noche, al levantarse a orinar notó un movimiento extraño encima del refrigerador y, al encender la luz, soltó un insulto digno de un marinero borracho; una rata negra estaba comiendo un pedazo de pan.

Bien por miedo, por asco o simplemente por precaución, se encerró en cuarto bajo llave. El sueño se esfumó y pasó el resto de la noche en vela. Cada pequeño ruido se le hacía el de una manada de ratas furiosas destrozando la casa y esperando para abalanzarse sobre él para devorarlo. 

Al ser las 6 de la mañana, venciendo el miedo, pero sobre todo el aumento desmedido de volumen de su vejiga decidió enfrentar su destino. Se armó de un zapato calibre 44 y con el máximo del sigilo posible salió de la habitación. No pudo ver al indeseable invasor de su hogar, pero bien sabía estaba ahí. La operación de exterminio se puso en marcha.

Revisó todo el perímetro interno y externo de la casa. Cualquier orificio mayor a medio centímetro fue minuciosamente taponeado con cemento. A las 8 de la mañana pidió un taxi para ir a comprar el arsenal de armamento que utilizaría esa misma noche. En la ferretería del chino Apuy, que de chino solamente tenía los ojos rasgados porque era la cuarta generación nacida en Puntarenas, compró diez trampas para ratas.

 – ¿De qué marca la quiere?, preguntó el dependiente. 

– De las mejores, no importa el precio, respondió Juan.

El dependiente le recomendó las de marca Victor, “THE ORIGINAL RAT TRAP” como se promocionaba asimismo el fabricante. Tal vez no era así, pero ese eslogan publicitario le dio una cierta confianza a Juan. En la veterinaria Rudín compró tres paquetes de cumarina, lo que constituiría su arsenal de armamento químico.

Esa noche todo se preparó con minuciosidad. Se armaron las ratoneras, en realidad rateras por su tamaño, las colocó según lo que leyó en un artículo al respecto que buscó en Internet (“espaciadas de 1 a 2 metros en donde se hayan visto las ratas y perpendiculares a la pared, con el cebo en la parte distal respecto a ella”). Antes de eso, las almendras de cumarina fueron colocadas en los alrededores de la casa, fuera de alcance de potenciales víctimas colaterales.

Colocado el armamento en posición, tomó una botella con agua para la sed nocturna, una bacinilla para orinar en la noche, su perro y se encerró en el cuarto. Una píldora de melatonina le ayudó a dormir.

A la 1 de la madrugada el característico ruido de un resorte activándose le despertó. Era una ratera activada, no había duda. Pero el ruido fue apagado, no era el de metal golpeando madera. Supo de inmediato que lo había logrado, el invasor había caído en la trampa. Ahora el sueño se fue por la ansiedad de saber si realmente estaba muerta esa maldita de mierda, como con todo el odio que era capaz la bautizó.

En cuanto salió el sol, nuevamente se repitió el ritual del día anterior. En cuanto abrió la puerta lo primero que notó fue el zumbido de una mosca. Gran señal. Y ahí la encontró. Una rata macho, lo supo por sus prominentes testículos, con su cuello destrozado por el impacto de la ratera. Unos cuantos centímetros cúbicos de sangre formaban un coágulo bajo el cuello y era evidente que, si había un más allá para los roedores, maldita de mierda se encontraría allí.

Con cuidado y una sonrisa de satisfacción, la recogió con una pala. Con esa misma cavó un agujero en el patio, labor sencilla por ser arenoso, y la enterró. Esa noche durmió a pierna suelta.

Planeta Tierra año 2032 (ciclo 18.276,20 de Nyika)

En el Kremlin el estado mayor del ejército ruso estaba terminando de embrocarse la décima caja de vodka que habían llevado hasta el enorme salón de reuniones. En la salita adjunta yacían los cuerpos del presidente y el primer ministro del país, ajusticiados por un pelotón de marinos. Los militares y el país en su conjunto ya estaban hartos de aquella guerra que empezó contra Ucrania y ahora era de casi todos contra ellos. En una actitud muy propia de los militares cuando se encuentran en una situación de pérdida segura, decidieron que había que marcharse con honor.

Primero eliminaron a los dos más altos cargos del poder político. Después nombraron al mariscal Durakov como presidente y primer ministro, básicamente por dos cualidades que poseía; sus escasos 98 años y una demencia senil. No fue difícil que firmara la orden, la última de las últimas.

Cuando se acabó la última botella de vodka, el general de división Oseliovich, se levantó a como pudo. 

– Llegó el momento, camaradas, adiós y a la mierda todo. Abrió un maletín negro que llevaba esposado en su mano izquierda, introdujo primero una llave roja y después otra negra. Con la ayuda de su asistente, el capitán Morskoy, dieron vuelta simultáneamente a ambas.

Diez segundos después un total de mil misiles balísticos intercontinentales salía volando desde todos los rincones de Rusia hacia prácticamente todo el planeta. A los dos minutos, de manera automática, los arsenales nucleares de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, China, Israel, India, Pakistán, Corea del Norte e Irán hacían lo propio. Cinco minutos después, con todo el honor posible, la humanidad desapareció.

Nyika ciclo 19.862 (año 3.574 tiempo terrestre)

Akachen había guardado para el final el objeto que consideraba más importante e interesante de los diez millones que habían recuperado. Lo colocó en el proyector holográfico del podio y una imagen tridimensional se materializó en cada uno de los anteojos holoreceptores de los asistentes, mismos que como cortesía de la Academia de Ciencias podrían llevarse a casa de recuerdo. El artefacto era un rectángulo de madera carbonizada de 5 x 15 centímetros, con restos de metal y la impresión de un cráneo en el mismo.

El arqueólogo jefe dejó que por unos minutos las exclamaciones de asombro se repitieran, hasta que calculando que ya era tiempo, volvió a hablar.

 – Este artefacto lo hemos analizado y creemos representa una práctica religiosa de los antiguos habitantes del planeta TET-03/09. Los análisis revelan que es un sistema de sacrificio para una deidad. Dicha deidad recibía el nombre de VTOR, o similar, ya que había otros dos símbolos que no pudimos rescatar. La práctica religiosa consistía en decapitar un ser cuadrúpedo, con dientes incisivos bastante pronunciados.

La mención a los dientes incisivos pronunciados incomodó evidentemente a la delegación del planeta Paiake, que eran objeto de bromas en cinco sistemas solares a la redonda por sus dientes de cincuenta centímetros de largo y sus cinco extremidades superiores, ninguna de las cuales tenía más de 10 centímetros de longitud. Akachen cayó en cuenta, pero siguió, ignorando las risas reprimidas del auditorio.

 – Asimismo, dicho artefacto poseía una especie de invocación, misma que logramos descifrar en casi su totalidad. Los símbolos que dicha invocación son THE_RIG_NALR__TRA_. Las líneas en blanco son los símbolos no descifrados.

Los aplausos por dicho ejercicio de absoluta lógica deductiva arqueológica se mantuvieron por sus buenos 20 minutos. Los nyikanos, amantes de los golpes de efecto, no dejarían pasar este momento y frente a los espectadores en el auditorio y los millones que veían a distancia, un rayo transportador colocó una banda dorada sobre los hombros de Akachen. En la misma, bordada en letras del más puro estaño, el metal más valioso de su planeta, se leía: Inmortal de la lógica infalible.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


sábado, 1 de julio de 2023

Arde París (reflexión sociológica)

 Arde París

El título que escogí para esta reflexión me lo inspiró, debo confesarlo, la novela de Larry Collins y Dominique Lapierre. Esa novela histórica recogía como título una pregunta, ¿Arde París?, que Hitler hizo a sus generales en 1944 para confirmar que su orden de destruir la capital francesa se estaba cumpliendo. Por suerte, el general von Choltitz, encargado de llevarla a cabo no lo hizo.

Hoy París sí está ardiendo. Lo hace en realidad desde hace ya bastantes años, cerca de cincuenta. Los episodios de disturbios que implican enfrentamientos violentísimos en las calles con la policía, el incendio de automóviles e infraestructura pública y los saqueos contra establecimientos comerciales que venden productos suntuarios ha sido una constante de cómo se expresan estos.

También hay una característica común. El principal componente de estos eventos son personas jóvenes, en condición de exclusión social y con origen étnico en las excolonias francesas del norte de África y países subsaharianos. La causa inmediata, la visible, normalmente ha sido la muerte de personas jóvenes o adolescentes por la acción de la policía.

Mucho se ha escrito y se seguirá haciendo respecto a las causas sociológicas de estas explosiones de ira social por parte de la juventud marginada urbana en Francia. Pero la reflexión que quiero compartir hoy es otra. La pregunta que me hice es, ¿porqué los asaltos, destrucción y eventualmente saqueo de los comercios? 

La imagen que se ha presentado a través del discurso oficial, replicado por los medios de comunicación, es que estos son actos delictivos. En el mejor de los casos, que son elementos antisociales infiltrados entre quienes se manifiestan legítimamente. Pero creo que este discurso se queda corto. No estoy justificando ni defendiendo los asaltos y consiguientes saqueos y destrucción, pero tampoco puedo obviar los elementos de orden simbólico que tienen estos actos. 

En primer término hay que señalar que los productos que estos comercios venden no son ni de primera necesidad ni son de bajo precio. Por el contrario, son representantes de marcas asociadas con un alto estatus social, por consiguiente, vendidos a precios muy por encima de las capacidades del grueso de la población. Estos artículos, a su vez, han sido cargados de un valor simbólico en cuanto poseer unas zapatillas deportivas o bolso de cierta marca, es un testimonio material de “éxito en la vida”. 

En esto quiero insistir. El sistema económico capitalista actual ha posicionado de manera muy fuerte que el éxito en la vida significa el poseer una capacidad de consumo asociada a una capacidad de altos ingresos. Más o menos podríamos plantearlo como que éxito = riqueza = capacidad de consumo.

Es por ello por lo que de una u otra manera, los asaltos a estos comercios, en momentos de ira social desbordada son una especie de válvula de escape para esos jóvenes a quienes la perspectiva de futuro se les plantea excluyente. Por su mismo origen social, aunado a sus orígenes étnicos, de poco vale que muchos sean ya una tercera o cuarta generación de franceses nacidos en el territorio francés. Hay una letra escarlata que dice tunecino, argelino, maliense o senegalés. No importa que siquiera conozcan los países de origen de sus abuelos. La pobreza y la discriminación pareciera está incrustada ya en sus genomas. 

Ya que no pueden, ni podrán, jamás poseer el éxito, entonces tampoco la riqueza. Pero sí los símbolos del éxito. Si los ven pasear con zapatillas Nike o Adidas, del brazo de una chica con un bolso Louis Vuitton, hay alguna posibilidad de mimetizar su condición y por consiguiente ser más fácilmente aceptados en una sociedad que no parece hacerlo plenamente.

También podría existir una motivación política instintiva. Las grandes empresas que fabrican este tipo de productos han sido asociadas con la bonanza de las sociedades. Los medios de comunicación han instaurado en el imaginario social la representación de que son ellas las que directamente tienen la llave de disminuir el desempleo y el bienestar de las personas. Una subida del precio de las acciones de Gucci en bolsa es una noticia más publicitada que una hambruna en Somalia.

A su vez, las instituciones estatales y sus representantes se expresan más como agentes de estas grandes empresas que como legítimos representantes de la sociedad en su conjunto. En el 2005, cuando sucedió un estallido similar al que ahora vemos, Sarkozy llamó a quienes estaban en las calles “escoria de la sociedad”. La falta de tacto, empatía ya de por sí exacerbó en su momento más los ánimos. Pero sobre todo porque ese epíteto lo endosó en parte por los asaltos y saqueos reforzó la idea de que gobierno y grandes empresas son lo mismo.

Así, se conforma una suerte de asociación incendiaria; la policía y el gobierno prefieren defender a los millonarios que a los pobres, a los franceses “de sangre pura” que a los “franceses de ultramar”. Por consiguiente, los establecimientos que distribuyen y comercializan esos artículos suntuarios son un blanco legítimo.

Pronto se apagarán los fuegos en París. Las vidrieras se repararán, los seguros se cobrarán, los anaqueles se surtirán de nuevo. Las cárceles francesas recibirán un cargamento de carne de presidio fresca, compuesta por un buen número de jóvenes detenidos. Se cerrará el ciclo hasta que en unos años la policía francesa se le vuelva a ir la mano, provoque la muerte de otro joven y nuevamente estalle la violencia.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción total o parcial para fines comerciales sin la autorización expresa del autor.

Lo que me dijo Santa María del Pi

 Lo que me dijo Santa María del Pi Barcelona es una mujer imposible de evadir. Una vez que la conoces deseas estar con ella todo el tiempo...