Este cuento, escrito en el 2020, es de mi primera colección, que publiqué en Amazon titulada "La Habana año cero y otros relatos". Si tuviera que catalogarlo, diría que es un cuento erótico y con elementos autobiográficos. Los primeros serán evidentes, los segundos, me los guardo y dejo que sea Usted quien los descubra. Espero disfrute su lectura, lo compartas libremente y sobre todo que me dejes tu opinión en los comentarios.
La Habana año cero
El bochorno húmedo le anunció que el día había empezado. Era su séptimo día en La Habana, tres en un seminario de sociología y los otros para recordar cuando siendo muy joven, esa edad en que se debe ser comunista si estudias sociología, su partido le había enviado a estudiar en la escuela de cuadros de su homónimo cubano. Desde que el cinismo se había hecho su compañero de vida, prefería pensar que le habían enviado a adoctrinarse, aunque debía reconocer que fue uno de los mejores años de su vida.
Haberse alojado en el Hotel Sevilla fue una excelente decisión. Si bien era centenario, no dejaba de encantarle su arquitectura y su ubicación. A tiro de piedra se podía llegar caminando a casi cualquiera de los puntos de interés turístico según las guías especializadas; el Museo de la Revolución, el Parque Central, el Capitolio. Para evitar los tumultos, simplemente caminar sobre el Paseo de Prado, con su calzada de mármol central que era inevitable le llevara a sentirse en La Habana de Graham Greene, uno de sus autores favoritos.
Después de un baño y un desayuno liviano, salió a caminar. Sin rumbo, sin plan, tan sólo caminar y pensar en todo lo que había antecedido a este reencuentro con su vieja novia. Porque esta ciudad eso era, su vieja novia, esa que abandonas por otras más jóvenes, más elegantes, pero a la que nunca traicionas ni dejas de desear en tu pensamiento.
Sin darse cuenta, llegó hasta los leones que marcaban el inicio (¿o el final? Nunca lo supo) del Paseo de Prado. Se oía claramente como las olas besaban, con el ritmo de un amante fogoso, los cimientos del Castillo de La Punta. Por un momento se detuvo a decidir ¿izquierda o derecha? Curioso que casi siempre la vida nos obliga a decidir entre dos cosas. El Malecón le guiñó un ojo, le dio una mirada lasciva. No era justo despreciar tan caribeña invitación.
Cuando llegó al Monumento al Maine, a los pies del Hotel Nacional, ya el sol caía a plomo sobre su cabeza. Sería bueno un descanso y que el Caribe le refrescara con su rumor de sal. Se sentó a la sombra de una palmera. ¡Qué agradable sería poder desnudarse y sentir esa brisa recorriendo su cuerpo, como los dedos de una amante experta en sexo tántrico!
Había pasado ya bastante desde que una mujer y él se habían entregado sin pudores a disfrutarse mutuamente y sobre todo a explorarse mutuamente. ¿Desde cuándo? No tenía importancia. Pudo haber sido un día, un mes o mil años. Tampoco se había adscrito a la castidad absoluta. Ser monje trapense nunca estuvo en su forma de ser. Pero su cuerpo reclamaba esas expediciones libremente impúdicas en esas noches de súbito despertar y erecciones titánicas.
Había sido peor hace algunos años. La larga temporada desempleado se agravó al ver como se iban agotando sus ahorros. Su matrimonio se disolvía paulatina pero irremediablemente. El día que se decidió fue de profundo temor y dolor. Aún lo recordaba y se estremecía al pensarlo.
La sola idea de irse a nuevas tierras, a tratar de reconstruirse, sin saber bien si lo lograría siempre se encontraba en pugna con la esperanza y la confianza de que sería una nueva oportunidad. Durante casi 7 meses se dedicó únicamente a ir ahorrando cuanto colón podía para convertirse en migrante y finalizar su tesis de maestría. El día que recibió su diploma sonrió. Quienes le vieron asumieron que era de satisfacción. En realidad fue por una de esas auto bromas cínicas que le gustaba gastarse. Ahora era Máster en Sociología, desempleado, sin dinero y sin pareja. Pero Máster.
Aceptando la invitación de un sobrino, y sacando provecho a que poseía pasaporte español, con cuarenta y un años viajó a Barcelona un día de marzo. No recordaba ya bien cual. Logró colocarse en un supermercado como acomodador de mercadería en los anaqueles. No ganaba mucho, pero sí lo suficiente para poder ir recobrando su derecho a vivir dignamente. Sin él saberlo, su sobrino, distribuyó su currículum en muchas dependencias y universidades catalanas. Un día, al estar surtiendo los jabones de baño, entró una llamada a su celular.
Tenía prohibido contestarlo en horas laborales, pero algo le impulsó a hacerlo. Le llamaban de la Generalitat de Catalunya, específicamente del DIXIT, el centro de documentación sobre migración. Le ofrecían un puesto como sociólogo. No lo pensó dos veces. Cinco minutos después estaba devolviendo su uniforme y salía, por primera vez en mucho tiempo, con la cabeza en alto y un brillo de orgullo en su cara.
A los cinco años de trabajar en el DIXIT ya era el jefe del servicio. Ganaba en un mes lo que en el supermercado no lo hacía en un año. Siguió viviendo en el piso de los extramuros que desde su contratación en el supermercado compartía con una pareja de peruanos que entraron a laborar al supermercado el mismo día. El asumió el pago de la renta a cambio de que ellos se encargaran de las labores domésticas básicas. Era un trato que claramente no parecía justo, pero quería ocio.
Comenzó a escribir artículos para revistas, un par de libros de esos que nadie leería, pero que en una sociedad obsesionada con el éxito, servían para llenar algunas líneas de su currículum. Lo que más le importaba era su cuenta de ahorros. Leer el balance mensual que le llegaba por correo electrónico era como leer la carta de una amante apasionada. Ya eran varios miles de euros los que tenía acumulados. Se había propuesto una meta y la había alcanzado. Era momento de volver al país. Había hecho las Españas.
Su currículum y su experiencia le permitieron colocarse como docente en la principal universidad pública de Costa Rica. Seguía ganando bien a pesar de los zarpazos que le pegaba el fisco a su cheque mensual. Sus ahorros logrados en España se mantenían ociosos en un banco ganando de manera parasitaria intereses por no hacer nada.
Iniciaron los viajes, los seminarios, las conferencias y atrás había quedado aquella larga travesía en el desierto. Cuando le invitaron a este seminario en La Habana, con uno de esos pomposos nombres que esconden el pretexto para hacer turismo académico, no lo pensó dos veces.
Ahora estaba sentado a los pies del Monumento al Maine bajo una palmera, recordando mientras el Caribe bailaba suavemente al son de un bolero de Bola de Nieve. Un sol de justicia caía sobre su espalda, que lo despertó de sus remembranzas, percatándose que llevaba varias horas allí sentado. Regresó desandando la misma ruta por la que había llegado.
Subió a su habitación. Se bañó largamente, como pretendiendo quitarse de encima el mal olor de los recuerdos que había tenido. Desnudo se paró frente a la ventana y dejó que la cortina blanca le rozara su pecho y sus muslos. De reojo se vio en el espejo de cuerpo entero que se encontraba a su derecha.
A sus cincuenta y seis años no estaba gordo, aunque tenía una barriga que se había resistido a desaparecer. Sus piernas se mantenían musculosas y bien formadas. Sus brazos no eran los de un gimnasta, pero tampoco eran un par de palillos de dientes pegados a su tórax. Su pelo era blanco níveo, cortesía de una genética heredada de su padre y que se lo cortaba cada dos semanas. Su barba de candado, ya también blanca, recibía su “chineíto” como le gustaba decir cada semana. No era un hombre desagradable. Tampoco era un hombre irresistible. Sin embargo, a pesar de que varias veces había tenido sexo, no había logrado volver a tener la seguridad en sí mismo.
La noche ya caía sobre La Habana. Podía ver como el ojo del faro de El Morro daba vueltas sobre sí mismo, invitando a los marineros en alta mar a buscar puerto, bebida y compañía. Bebida y compañía repitió para sí. Compañía no tenía, bebida la deseaba. Estaba en el Sevilla, era su última noche en La Habana, ¿por qué no jugar un poco?
Se decidió ir al bar de la terraza del hotel vestido como si saliera de una novela de Graham Greene, para rendirle homenaje al escritor. Camisa y pantalón blancos, zapatos cafés de imitación piel de cocodrilo, medias blancas y sombrero de Panamá. Con paso lento, más para que no lo vieran como para que lo vieran, se sentó en una mesa pequeña junto a la baranda de la terraza con vistas al Paseo de Prado. Un camarero formal pero con esas risas pícaras que solo pueden tener los mulatos cubanos tomó su orden. Daiquirí como mandaba el canon de Hemingway.
Tres daiquirís después la vio sentada a escasas dos mesas suyas. Seguramente no la había visto antes porque esas mesas estaban ocupadas por una pareja de chinos cuyos artilugios tecnológicos arrinconaban a los tragos que consumían haciendo equilibrios precarios en la orilla de la mesa. En la otra un par de gringos obesos, fumando habanos y riendo vulgarmente cada vez que por la calle pasaba una mujer joven. Incluso pudo ver como uno de ellos le agitaba un billete de 100 dólares a una que volvió a ver. Si realmente entendió la colección de insultos que les dijo, era lógico que huyeran hacia su cuarto.
Era una colega argentina que había presentado una ponencia sobre violencia de género. Realmente no le había puesto mayor atención ni a ella ni a su ponencia. Después de escuchar más de 50 ese día ya no estaba en condiciones de hacerlo. Mientras la miraba, ella se levantó y caminó hacia el baño.
Vestía una falda a media pierna blanca y una camisola sin mangas del mismo color. Calzaba unas sandalias rojas, que de alguna manera desentonaba con el conjunto, pero le daba un aire de atrevimiento. Su pelo de un color marrón, sin mayores adornos. Lo que más le captó su atención fueron sus ojos. Profundos, cafés, tristes. Al regresar oyó como daba un pequeño bufido justo detrás de él, mencionando algo referido a un molusco y la madre de los invasores de su mesa, era ahora propiedad de unos cachorros de millonario ruso. Sin saber porque, tan solo por un impulso, la invitó a sentarse.
Los primeros cinco minutos le parecieron eternos. Cada uno viendo a la calle, sin hablarse. Alguien debería romper el silencio. Pero en vez de ello, ese silencio se hizo añicos cuando sus ojos se cruzaron y mantuvieron la mirada. Fueron escasos segundos pero era claro que esos ojos eran ventanas de una mujer que se había sentido atraída hacia él. Parecía que tendría compañía después de todo. Sólo por una noche, como era usual, pero tendría.
Iniciaron la conversación, que se convirtió en una minería en las profundidades de sus intimidades. Ella tenía la rara virtud de lograr que se sincerara, algo que rara vez hacía por esa maldita adhesión a mantener las formas, una tara que arrastraba al ser criado en un hogar fanáticamente católico.
A las ocho de la noche la calle hervía de actividad. Grupos bulliciosos de jóvenes caminaban rumbo al Malecón. Por su pasado habanero él sabía que un sábado en la noche ese muro que separaba mar y tierra, excepto en época de huracanes en que se hacían una sola entidad, se convertía en el mayor bar y sala de baile del planeta. El lugar más alegre y vital que había conocido. La invitó a ir.
– Claro, sólo por curiosidad científica colega.
– Entonces no. Si estás invitando a la doctora Alvear como colega ni me muevo de acá. Pero si estás invitando a Eva a tomarse un trago y bailar en el Malecón la respuesta es sí.
La respuesta de Eva le hizo pensar muchas cosas. ¿Qué se creía esta mujer? ¿Con qué derecho entraba así a revolcar sus deseos más profundos, primitivos y calientes? ¿Cuál era su juego, ponerle cachondo? La complacería entonces. Eso sí, manteniendo las formas como era su táctica para ocultar sus temores, eso que constantemente luchaban con sus deseos.
Pagó la cuenta y salieron a la calle. Caminaron por calles poco concurridas por extranjeros. Calles que conoció plagadas de edificios habitados por burócratas sustituidos hoy por pequeños restaurantes y hostales. Al fin llegaron a Rampa y bajaron hacia el Malecón.
Música de salsa compitiendo con reggaeton, risas y gritos de alborozo. Allí estaba el alma cubana definitivamente. No podían pasar desapercibidos. Él cómo salido de una película estereotipada de Cuba de los años 50, ella con esas sandalias rojas que eran como una señal de advertencia. Sucedió lo usual en estos casos, una sana y cubana emulación por demostrar cortesía, la innata cortesía de ese pueblo mulato. Cada grupo competía por darles un trago, hacerles bailar. Se aplicaba aquello de que “si en Cuba sólo hay mierda para comer, los amigos comerán la mejor mierda.”
Cuando lograron salir de la multitud, algo mareados por tantas muestras de amabilidad con 7 años de añejamiento, se internaron en la calle San Lázaro buscando aire y sobriedad. En un cierto momento sus cuerpos se acercaron al ceder paso a unos ancianos y él sintió el roce de su pecho en su brazo. Debió retirarlo, pero no lo hizo. No llevaba sostén. Bajó su mirada hacia su escote y pudo notar que tenía unos pechos redondos, no inmensos, pero sí de un tamaño que no dejaba lugar a dudas de su tamaño. Eran sensuales.
El viento del Caribe se había confabulado con él por ser viejos amigos. Por debajo de la camisola de Eva se adivinaban dos pezones erectos, no en exceso, pero sí lo suficiente para que se le cruzara por la mente deseos ya casi irrefrenables. Pero por las formas, su escudo protector, indecibles.
– No te he preguntado tu edad aún.
– ¿Tiene importancia? Aunque sea especialista en género, aún guardo estereotipos. A una mujer nunca se le pregunta la edad, respondió lanzando una mirada pícara.
– Bueno, será que al ser yo evidentemente mayor, debería saber si seré capaz de complacerte.
¿Qué había hecho? No había terminado de hablar y sintió como las formas llamaban al frente de combate a los batallones del pudor. Incluso mientras pensaba en esas palabras, ya sabía que no debía decirlas. Pero algo, por un momento, lo llevó a decirlas. Sería el ron tal vez. Lo que menos esperaba era la respuesta de Eva.
– Nunca está de más el llevarle un diamante a una mujer. A mí no me desagradaría uno color celeste.
Mientras decía esto se apretó aún más en su brazo, sintiendo no sólo su textura, también la dureza de un pezón que esta vez era más evidente. Más deseable. Eva deslizó lentamente su mano dentro de uno de los bolsillos del pantalón, rozando levemente su pene y así como llegó allí, se retiró. La erección fue inmediata, incluso antes del roce. Ella lo notó y sin verle le dijo
– No sé de qué tenés miedo. Soy yo la que debería tener miedo.
No podía pensar claramente. Era obvio que las formas estaban no sólo derrotadas, estaban en franca retirada. O más que retirada, en desbandada. Su brazo se deslizó a su cadera rodeándola y sintiendo el inicio de sus nalgas por debajo de la falda. Tomó el camino más corto que pudo hacia el hotel y subieron a su habitación.
La primera vez que la besó fue en el ascensor. Un beso largo en que sus lenguas pelearon como gladiadores en el circo de sus bocas, pugnando por levantar el deseo del otro. Besándose salieron del ascensor, apresurándose por entrar. Sus ropas comenzaron a dejar lugar a una desnudez que reclamaba el frenesí que estaban experimentando.
Pudo sentir la piel de los muslos carnosos de Eva, cubiertos por una pelusilla rubia que contrastaba con el color moreno de su piel. Si se separaron un momento del abrazo fue porque ella pugnaba por desabrocharle el cinturón. Cuando lo logró los pantalones cayeron al piso y se abrazaron a su falda que ya estaba esperando por ellos. Camisa y camisola pronto se unieron a esa orgía de prendas de vestir que emulaba la de sus dueños.
Ya totalmente desnudos, lentamente ella fue besándole el pecho, el estómago, parcelando cada parte con una dedicación de topógrafo recién graduado. Ya no era posible seguirse controlando. Las formas se habían rendido incondicionalmente y él la levantó en vilo, sentándola sobre el escritorio de la habitación. Lámpara, papeles, carpetas, todo cayó con un estruendo que no logró, sin embargo, sobreponerse a los gemidos que ya inundaban la habitación. Él también repitió la operación de conocer la totalidad de su cuerpo con su boca. Recorrió todos y cada una de sus partes, bultos, curvas. Sintió humedades en su boca y olió la animalidad de Eva y él mismo se excitaba cada vez más. No harían falta diamantes.
Por si quedara algún milímetro de sus cuerpos ignoto repitieron la exploración. Él sentado en un sillón y ella colocada encima, ambos sin pudores, sin miedos, simplemente reconociéndose de nuevo con sus labios y sus lenguas. Corrieron hacia la cama llevando cada uno prisionero el pubis del otro, asegurándose que no se fuera a escapar.
Ella se acostó boca abajo y él por un momento se detuvo a contemplarla así desnuda de espaldas. Su pelusilla rubia asemejaba la piel de un melocotón que invitaba a morderlo para ofrecer sabores únicos. No lo pensó dos veces. Al momento en que se hicieron uno sólo, en que sus carnes estaban unidas en el húmedo abrazo del coito él se transformó definitivamente. La llamó de mil formas, reclamándola para sí. Sin miedos y sin pudores. Sin formas adecuadas ni correcciones políticas.
Era un hombre entregado por completo a obtener placer de una mujer. Ella una mujer entregada a la misma tarea con él. El clímax sucedió viéndose a la cara, a los ojos. Las piernas de Eva atenazaban la cabeza de él para asegurarse que pudiera ver y oír como iba dejando salir en torrente esa pasión y esas ganas que guardaba, como él, desde hacía mucho. Agotados se acostaron uno al lado del otro.
– Parece que mis bragas terminaron siendo la servilleta de tus chicos, bromeó Eva levantándola- agitándola como bandera tomada de un cuartel enemigo. Era visible que sus fluidos habían terminado en esa prenda.
– ¿Te pido perdón o te alegras?
– Idiota.
Se le abalanzó de nuevo para experimentar posiciones, toques, roces, besos, palabras que jamás él había siquiera pensado ser capaz de decirlas. No porque considerara fuera algo impropio, pero sí por el temor de echar perder el momento. O simplemente porque nunca se había animado. Se quedaron dormidos con la cabeza de Eva apoyada en el hombro de él.
A la mañana siguiente él despertó con esa ligereza que sólo puede dar una noche de sexo pleno como la que tuvo con Eva. Ella ya no estaba y por su mente cruzó la idea de que, a pesar de todo, nuevamente había sido algo de una noche. Pero esta había sido diferente y sólo eso ya valía el momento. Lentamente se levantó y buscó la ducha para bañarse, a pesar de que prefería sus olores a los del jabón. Ese día volaba de vuelta a Costa Rica y era mejor estar fresco. En el espejo del baño había una nota:
“Querido mío. Fue una noche maravillosa. Hoy mi vuelo sale a las 9 de la mañana y ya sabes que llegar a Buenos Aires desde aquí lleva su rato. No quise despertarte. Espero que no perdamos contacto. Ya sabes Eva Alvear, +54... PS. ¡Roncás pelotudo y no me dijiste! Por suerte me dejaste exhausta. Te tomé una foto desnudo para que Hanna recuerde a Max cuando le haga falta.”
La sonrisa fue inevitable. En una pausa de esa seguidilla de posiciones que experimentaron decidieron ponerle nombre a su vagina y a su pene. Sociólogos al fin y al cabo, optaron por Hanna (Arendt) y Max (Webber). Se bañó y preparó su maleta para ir al aeropuerto y tomar el vuelo que lo llevaría primero a Panamá y después a San José. El trámite fue relativamente expedito. Los demás era la misma rutina; esperar que llamen tu bloque, caminar por la manga de abordaje, buscar tu asiento, cruzar los dedos porque tu vecino no sea un obeso y esperar. Y pensar. No guardaba muchas expectativas. Eva había sido única en muchos aspectos, pero tampoco se veía que ella marcara un momento de quiebre en su vida. Ella volaba a Buenos Aires y él a San José. Ambos volverían a su rutina y era posible que pronto se olvidaran uno del otro.
Esa noche antes al acostarse le entró la curiosidad de saber si ya estaría en Buenos Aires. Buscando por aquí y por allá en internet calculó que ya debía estar en su casa. Tenían tres horas de diferencia y pensó si era conveniente preguntarle si había llegado bien. Las formas parecían haberse recuperado. Serían las 11 allá. Si no lo leía hoy lo haría mañana y se animó a escribirle un mensaje de texto:
“Riquísima
¿Qué tal tu vuelo? Espero llegaras bien”
“Hola mi roncador.
Llegué perfectamente aunque un poco cansada.
No sé si del vuelo o de Max
Por cierto mira lo que duerme conmigo”
Le envió una fotografía de las bragas aún manchadas con sus fluidos sobre su mesilla de noche.
“Linda decoración”
“La mejor que se puede tener.
Te llevo muchas ganas.
Lo sabés verdad.
Hanna también te extraña.
Me está pidiendo una dosis de Max ya.”
Casi de inmediato entró una videollamada de Eva. Él entonces entendió que sin querer, sin forzar, simplemente porque tenía que ser, iniciaba su nueva vida. No importaba ya cuanto durara este idilio, era una nueva vida. Era el año cero de su historia que a partir de ahora se dividiría en antes de Eva y después de Eva. Respondió mientras su mano iba hacia la entrepierna. Ella sonrió y lentamente bajó la sábana dejando que Hanna se deleitara.
© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.