lunes, 17 de julio de 2023

El último lanzamiento (cuento)

 El beisbol se practica en Puntarenas desde inicios del siglo XX. En 1910, en el marco de las fiestas cívicas de la ciudad, el Club Sport La Libertad se enfrentó al Club Sport Puntarenas. Salvo ese juego y los nombres que son contemporáneos al juego, el resto es una suerte de fantasía de como podría haber sido el juego.

El último lanzamiento

Enero llegó y con él las esperadísimas fiestas cívicas de la ciudad. Por tres días sus habitantes tenían la excusa perfecta para olvidarse de sus obligaciones laborales y no pocos de las maritales. Los tamboritos convocaban a bailarines y curiosos que se dejaban hipnotizar por la cadencia de la marimba, la guitarra y la tambora.

Pero no todo era, al decir de la legión de beatas porteñas, disipación moral. También se realizarían actividades de carácter deportivo y sociales. A las corridas de toros, tamboritos, puestos de venta de licor y comidas se sumaban ahora regatas, bailes de etiqueta y un juego que había llegado de la mano de los marineros estadounidenses hacía pocos años, el beisbol.

Un grupo de entusiastas jóvenes de la ciudad hicieron una colecta para mandar a traer de Nueva Orleans el equipamiento necesario para poder practicarlo. En el City of Pará, un vapor que regularmente hacía escala en Puntarenas llegaron bates, guantes y bolas. Lo necesario para entregarse entusiastamente a ese novedad deportiva.

Ese sábado estaba marcado como el día de mayor importancia para los beisbolistas locales. La noche anterior, en un tren expreso llegaron los integrantes del Club Sport La Libertad desde la capital, acompañados por un buen número de acompañantes que no desaprovecharían la oportunidad de poder disfrutar de ciertos placeres que en la capital les eran censurados. 

Para los neófitos beisbolistas de Puntarenas jugar contra el Club Sport La Libertad, fundada casi diez años atrás, se veía como una epopeya. Sería el parámetro ideal con el cual medirse y saber. qué tanto habían perfeccionado sus habilidades de juego.

A las dos de la tarde ya todo estaba dispuesto en la Plaza Mora y Cañas. Bajo los árboles de cañafístula sembrados en su perímetro, se acomodaron varios cientos de personas convocados más por la curiosidad. No debía dejarse de lado que sería el momento adecuado para ejercitar el arte del choteo, una institución de la ciudad. 

En la esquina más sombreada de la plaza se dispusieron varias sillas, con sus respectivos cojines para las autoridades locales. El presidente municipal, el capitán de puerto, el médico del pueblo y los oficiales del cuartel conforme iban llegando ocupaban su sitial. Todos ellos con el obligatorio uniforme de gala o la levita negra según fueran militares o civiles. Todos, sin excepción, sudando como las mulas que arrastraban los carretones en el muellecito del estero. Las miradas de envidia hacia quienes por no tener que cumplir con el mandatorio protocolo, estaban felices en mangas de camisa, sombreros de pita y caites en los pies.

Casi una hora después de la tortura solar a la crema y nata de la ciudad, hizo su aparición el señor comandante de plaza, el coronel Víctor Arias y en su brazo derecho su esposa, escoltados por Héctor Guevara.

Guevara no podía ocultar una sonrisa de satisfacción. Hacía unas dos semanas, sentado en el segundo piso del edificio que ocupaba su flamante periódico, no podía apartar la vista de las cuentas que tenía ante sí. Era evidente que, con las suscripciones, los números sueltos que vendía y la poca publicidad que captaba, no podría sostenerse por más tiempo.

La municipalidad había suspendido el pago que se le hacía por publicar las actas de las sesiones del cabildo. De nada valieron razones, argumentos, lamentos y un par de botellas de whisky que llegaron al escritorio del presidente municipal. Simplemente no lograba que se restableciera ese contrato.

Su última opción, lo sabía, era el coronel Arias. Si bien no podía decidir directamente en el municipio, también era cierto que el ser amigo directo del ministro de Guerra, del presidente de la República y, sobre todo, cuñado del Gobernador de la Provincia, le hacían un aliado inmejorable. Pero ¿cómo convencerlo?

Pensando en la forma vio pasar a Manuel Apuy vestido con su camisa rojo chillón y un bate de beisbol al hombro. No necesitaba preguntarle a donde iba. Era lógico que se encaminaba a la práctica del equipo de beisbol, ostentosamente bautizado Club Sport Puntarenas. “Primer juego con un equipo de fuera de la ciudad”, pensó. Un fogonazo cruzó su mente. Había encontrado la respuesta. ¿Qué militar no le agrada lucir su uniforme de gala? ¡Ninguno! Por consiguiente, esa señalada ocasión en la historia deportiva de Puntarenas debería ser dedicada al coronel Víctor Arias, comandante de plaza de Puntarenas. Precipitadamente bajó de la oficina y tras una marcha forzada de doscientos metros alcanzó a Manuel. Quince minutos de plática y diez colones después deslizados en el bolsillo del capitán coronaban lograban el objetivo.

El coronel tomó asiento junto a su esposa. La banda militar, se preparó para arrancar con su repertorio para amenizar el partido. Su director, el comandante José María Ríos, levantó la batuta para dar la orden de inicio. Pero antes de que la moviera, una señal del coronel la detuvo a mitad de camino, apuntando directamente a la nariz del tambor mayor que daba gracias a Dios que no era una espada. 

Un soldado se acercó a susurrarle algo al oído a Ríos. Este a su vez se lo comunicó al tambor mayor y aquel, con mucho menos tacto que su director, gritó al resto de los músicos 

– Paren muchachos. El coronel dice que todavía no toquemos.

En realidad era su esposa la que le ordenó a Arias detener el inicio del concierto. Era su pequeña venganza personal por no haber sido considerada al momento de escoger el repertorio. Cientos de pares de ojos estaban atentos a los acontecimientos en la esquina de las sillas, esperando la reacción del coronel, aunque bien se sabía terminaba siempre rindiendo plaza a su esposa, más conocida como la coronela.

El ingreso del equipo visitante al campo de juego hizo que el foco de atención cambiara. Los josefinos, vestidos de camiseta negra y pantalón gris, saltaban al terreno. Detrás de ellos, con camisa rojo chillón y pantalón gris, lo hacían los jugadores locales. No fueron recibidos con aplausos, más bien fueron risas y gritos que surgían de las cañafístulas. En una ciudad más pequeña que pañuelo de dama, donde todos se conocían desde la cuna, y no pocas veces hasta con detalles de su concepción, verles vestidos con unas camisas tan poco discretas no podía obviarse. 

– Parecen buches de tijeretas en celo. Iniciaba el concurso de choteos que fue celebrado con algarabía.

Ahí estaban los nueve puntarenenses que harían historia deportiva: Rosendo Angulo, José María Cabrales, Pánfilo Tenorio, José Salazar, Ernesto Bosque, Pablo Martínez, Emilio Sabater y Manuel Apuy. Pánfilo tendría la responsabilidad de ser el lanzador y tratar de que los “libertos” no ganara o al menos no los machacaran.

La coronela, levantó su sombrilla para llamar al soldado que asistía a ella y su esposo en lo que fuera menester. Le susurró algo al oído y sin dilaciones se acercó al director de la banda con paso cansino. Le transmitió el mensaje a Ríos. 

– Mi comandante, manda a decir la coronela que toquen “Los amores de Abraham”. 

– Me la imaginé – respondió Ríos sabiendo que sus músicos también lo esperaban. – Esa señora está obsesionada con ese vals. Tambor mayor, ya sabe que vamos a tocar, dé la orden.

El tambor mayor, al tanto de la conversación, nuevamente dio muestras de su poco tacto giró la orden antes que lo hiciera el director. 

– Muchachos, vamos con ya saben qué.

Arrancaron con el vals. Los pelícanos que se estaban acomodados en las copas de las cañafístulas levantaron vuelo asustados. La mayoría tomaron rumbo hacia la Punta buscando más tranquilidad para su siesta vespertina. Excepto uno, el más viejo de la bandada. Cascarrabias como buen viejo solterón, decidió expresar su malestar volando bajo sobre el campo de juego. Una andanada de su contenido estomacal fue lanzada contra la coronela, pero parece que además de cascarrabias era miope ya que su protesta fecal terminó chorreando por la camiseta del receptor josefino, dejando dos rayas blancas en su espalda. Dice la leyenda urbana que fue considerado un signo de buen augurio y desde entonces cambiaron su uniforme por uno de rayas negras y blancas.

Empezó el partido. La banda debió repetir por dos veces más el bendito vals. El público, que esperaba algo más de emociones, pronto comenzó a dormitar por la combinación de calor, la monotonía del vals y lo lento del deporte que muchos por primera vez veían.

Algunos se mantenían esperando sucediera algo más que ver a un tipo tratando de arrearle con un palo a una bola que lanzaban contra él. Los más, después de media hora, decidieron que era más emocionante acercarse a las taquillas de los chinos y las parrandas que ya debían estar por empezar para disfrutar de un pescado asado, un buen trago de guaro y unos cuantos tamboritos.

Todo seguía ese ritmo lento y perezoso. Hasta que, desde la calle se comenzaron a escuchar los gritos inconfundibles del yanqui loco. Su verdadero nombre era un misterio para la gran mayoría de los habitantes de Puntarenas. Para el grueso de la gente era conocido como Damit Focyu. Un hombrón de casi dos metros de altura y sus buenos cien kilos trabajaba como ingeniero en las minas de Abangares y cada fin de semana se instalaba en Puntarenas a embriagarse, buscar prostitutas y gritar a quien le dirigiera la palabra, o a quien no lo hiciera también, los dos improperios que dieron origen a su apodo-nombre. Estaba borracho, lo cual no era extraño. A cada lanzamiento de Pánfilo, que no eran precisamente los mejores, gritaba sus consabidos

– Fuck you, damn it.

Pánfilo se ponía cada vez más nervioso. Ya estaban terminando el partido y el equipo de La Libertad les ganaba por dos carreras a cero. Se acercaban al cierre y sólo quedaba un out pendiente para terminar el partido y sufrir una derrota honrosa.

Cuando el jugador liberto se preparaba para ir a la zona de bateo, Damit se abalanzó sobre él y le arrebató el bate. Caminando como un pato cansado decidió que les iba a enseñar a esos bárbaros indios como se jugaba en su civilizadísima Boston. Tres policías desenfundaron sus bastones y se preparaban para dedicarle al yanqui un concierto de percusión en sus cien kilos, pero el coronel lo impidió. 

– Tranquilos señores, recuerden que el salario de sus colegas de Abangares lo pagan ellos. ¿No quieren que pasen hambres verdad?

Damit se instaló esperando el lanzamiento de Pánfilo. El lanzador local le miraba inmenso, mucho más grande que sus casi dos metros. No quedaba más que terminar con aquello. Se preparó, lo miró y notó que sus ojos trubios por el alcohol e inyectados de sangre le miraban de manera feroz. Los suyos no podía dejar de mirar fijamente esa mirada clavada en su morena cara.

Pánfilo respiró hondo, tomó impulso y lanzó. Lanzó con todas sus fuerzas… y con su habitual falta de dirección. La bola viajó en línea recta hacia donde Pánfilo había mantenido su mirada. Hacia los ojos rojos, turbios y fieros de Damit.

Tres segundos después Damit se desplomaba hacia atrás, inconsciente por el golpe de una bola de beisbol que impactó en medio de sus etílicos ojos. No estaba muerto, porque la fuerza de los lanzamientos de Pánfilo no era precisamente letal. Pero sí lo suficiente para dejarlo inconsciente. El partido de beisbol se trocó en una recreación de David contra Goliat.

El escaso público que permanecía observando estalló en aplausos y gritos. El pelícano cascarrabias que regresaba esperando ya se hubiera restablecido la calma no desaprovechó la oportunidad de mejorar su puntería contra la coronela. Nuevamente falló haciendo diana en la cara de Damit. El capitán del equipo visitante, acompañado de su equipo y los mismos compañeros de Pánfilo se aglomeraron en torno a él y le levantaron en hombros, ovacionándolo. Ríos se sacó el clavo de los “Amores de Abraham” y ordenó iniciaran su repertorio de música ligera. La voz se corrió rápidamente en la Calle del Comercio. Había baile en la Plaza Mora y Cañas. Los chinos, enterados de la causa de la fiesta, en vez de enojarse, se unieron al jolgorio.

© Juan Reverter Murillo. Se prohíbe la reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización del autor.


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