jueves, 13 de julio de 2023

Día de Difuntos (cuento corto)

 Este cuento lo escribí inspirado en la crónica aparecida en un periódico local de Puntarenas, de 1899, en que se describía la solemne misa realizada el 2 de noviembre de ese año con motivo de la celebración católica del Día de los Santos Difuntos.

Día de difuntos

La campana de la vieja iglesia de madera anunciaba con su voz metálica que pronto iniciaría la misa. De forma monótona y lenta, el badajo golpeaba arrancando poquitos de herrumbre cada vez. 

Quienes escuchaban esa ferrosa convocatoria apuraban el paso para no llegar tarde a la ceremonia que iniciaría a las seis de la mañana, sobre todo porque era una de las misas más solemnes de esta ciudad. Era lunes, pero no uno cualquiera. Era lunes 2 de noviembre, Día de Difuntos.

Se apuraron los tragos de café, sin pan ni tortillas. Se terminaron de vestir hombres, mujeres y niños con las prendas negras que mandaba la ocasión, rescatadas del fondo de baúles y arcones. En ayunas, para recibir el pan consagrado se enfilaban a la iglesia.

A las 6 en punto inició la misa de réquiem por las almas de quienes ya habían partido. Conforme avanzaba la misa, el sol de Puntarenas también se elevaba, dejando caer sobre el techo de aquella carcomida iglesia sus rayos ígneos. Una mezcla de olores comenzaba a sumir a los feligreses en un sopor que les hacía cabecear. Oloir de naftalina que emanaba de muchas prendas de vestir, la cera de las candelas que profusamente ardían frente a imágenes del Sagrado Corazón, San Rafael y la Virgen del Carmen, aromas del sudor que perlaba frentes y se escurría espalda abajo en forma de chorrillos, perfumes de hombres y mujeres, de las pocas personas que podían darse ese lujo.

Al proclamar el sacerdote que misa est, inició una marcha sombría y despaciosa hacia el muellecito del estero o la estación del ferrocarril. Una multitud de hombres, mujeres y niños vestidos de negro. Se movían como aves, de esas mismas que se visten en su plumaje del mismo color. Algunos lentamente como zopilotes planeando. Muchas de ellas gráciles como rabihorcados. Los chiquillos correteando ágiles como golondrinas. No importaba si eran gráciles o torpes, viejos o jóvenes, hombres o mujeres. Sin excepción vestían de negro e iban para Chacarita, al panteón, a visitar sus deudos porque era Día de Difuntos.

En el estero esperaba una variopinta flota de embarcaciones de todo tipo; veleros de cabotaje, lanchones de fondo plano, lanchas pesqueras y las humildes pangas de dos o tres plazas. Una a una se enrumbaban hacia el este, hacia Chacarita.

En la estación del ferrocarril esperaba un pequeño convoy formado por la vieja locomotora de vapor que bregaba cada día desde Puntarenas hasta Esparta y viceversa. Esperaba como un enorme animal asmático. Arrastraba un vagón de pasajeros, que ocuparían la alcurnia porteña y un vagón plataforma, donde a como podían subían y buscaban acomodo la plebe.

Llegando a Pueblo Nuevo, dos carretones que venían en dirección opuesta se toparon con la asmática locomotora. Excepto los carretoneros, venía repleto de chinos. La gran mayoría dedicaban sus fuerzas al comercio y aunque muchos ya estaban bautizados, y por consiguiente sus almas estaban salvadas para la eternidad, mantenían costumbres ancestrales e incrustadas en sus mismísimos genes, las que practicaban lejos de las miradas intolerantes de los que no eran hijos del Celeste Imperio. 

De reojo, algunos pares de miradas rasgadas miraron pasar el convoy ferroviario. Algunos sonrieron discretamente sabiendo que cuando llegaran quienes atiborraban aquellos vagones, encontrarían los palillos de madera, lo único que restaba de las varas de incienso que un par de horas antes ofrendaran a sus deudos. Así lo debían hacer para evitar ser tildados como paganos o practicantes de quien sabe que arte oscura.

El tren arribó al andén del cementerio veinte minutos después de partir. La primera lancha lo hizo cuarenta y cinco minutos después. Un hormiguero de gentes se movía en el cementerio tratando de ubicar la tumba de la madre, del hijo, de los abuelos, de la amante. 

Lápidas de mármol, cruces de granito, templetes de concreto eran los hitos que señalaban la bonanza alcanzada en vida. Cruces de madera carcomidas por los elementos o una simple tabla en la que se había borrado el nombre de quien descansaba bajo ella, marcaban las carencias de los menos favorecidos. En una esquina, sin mayor seña que una cruz desteñida pintada sobre el muro, descansaban los menos afortunados de los menos afortunados. Era la fosa común donde se encontraban en abrazos eternos aquellos que murieron sin nadie que les llorara o visitara el Día de Difuntos; marineros que se ahogaron al tropezar ebrios en el muelle, prostitutas comidas horriblemente por la sífilis al final de sus días, indigentes a los que la parca les encontró con los ojos hundidos por el hambre nunca saciada, niños sin padre que se asfixiaron con lombrices intestinales en sus gargantas. Para ellos no habría visitantes vestidos de negro, salvo algún viejo cliente de una de las prostitutas que ahí yacía y que, evitando las miradas indiscretas, dejaba caer una flor de reseda disimuladamente susurrando un “te amo aún” entre dientes.

Al caer los rayos del sol en un ángulo de noventa grados contra el suelo, inició el regreso. La locomotora bufaba cansada de tener que arrastrar aquellos vagones, la flota de deudos se hacía a la vela y al remo para regresar. Salieron de bolsillos y alforjas botellas de licor. Un trago a la memoria de quienes se quedaron a la espera del próximo 2 de noviembre.

© Juan Reverter Murillo. Prohibida su reproducción total o parcial con fines comerciales sin la autorización expresa del autor.


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